Pupitres y cadenas


Mientras la neurociencia confirma lo que Aristóteles ya sospechaba —que el pensamiento se enciende cuando el cuerpo se mueve—, nuestras aulas persisten en el inmovilismo. ¿Qué tipo de educación construimos cuando reducimos el aprendizaje a un ejercicio de quietud?

Fuente: Ideas Textuales



 

 

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

 

Son las 7:45 de la mañana, el aula de 6.º grado ya está llena. La profesora escribe en la pizarra con trazo rápido, mientras los estudiantes se acomodan en sus pupitres, cada uno en su celda de madera. Un niño llega corriendo, con el aliento cortado y la mochila tambaleando. Apenas se sienta, ya lo reprenden: “siéntate derecho”, “guarda eso”, “deja de moverte”. Miguel no puede estar quieto. Sus piernas tiemblan bajo el pupitre como si buscaran fugarse. Su mente también. Tiene ocho años y lo que más desea en ese momento es salir a correr.

La escena es cotidiana y global. Una escuela como tantas. Un aula como tantas. Pero bajo esa rutina, se esconde una contradicción profunda. Estamos intentando formar mentes activas en cuerpos pasivos. Estamos exigiendo atención a niños que, por naturaleza, necesitan moverse. Estamos educando contra el cuerpo.

Las aulas modernas son espacios pensados para la docilidad. Pupitres alineados, cuerpos rígidos, miradas fijas. Una coreografía de control más que de descubrimiento. Como si aprender fuera un acto que solo involucrara al cerebro y no al cuerpo entero. Como si la escuela debiera parecerse a un cuartel. Esta imagen, tan habitual que se ha vuelto invisible, contrasta violentamente con lo que la historia del pensamiento, y la ciencia contemporánea, nos revelan.

Aristóteles enseñaba caminando. Sus lecciones nacían al ritmo de los pasos, entre los árboles del Liceo, donde la filosofía no se recitaba desde un estrado, sino que se forjaba al andar. Su escuela peripatética —nombre que literalmente significa «los que caminan»— sabía que la lucidez no es una lámpara que se enciende sentados. Que el movimiento estimula el pensamiento. Que el cuerpo no es un estorbo para el saber, sino una puerta de entrada a él.

Hoy, la neurociencia ha vuelto sobre aquella intuición. Los estudios más recientes muestran que la actividad física, aún en dosis modestas, mejora la atención, la memoria, el estado de ánimo, e incluso la capacidad de resolución de problemas. Se ha probado que una caminata ligera antes de clase incrementa el rendimiento cognitivo, que los descansos activos elevan la motivación, que integrar el movimiento en las materias favorece el aprendizaje profundo. Todo esto mientras nuestras escuelas siguen exigiendo lo contrario: silencio, rigidez, pasividad.

¿Qué sentido tiene entonces mantener el modelo del aula cerrada, del estudiante atado al pupitre, del recreo como única válvula de escape? ¿No es, acaso, un residuo del paradigma industrial que entendía la educación como producción de mano de obra obediente? La imagen del niño que debe «portarse bien» equivale, muchas veces, a que no se mueva, que no pregunte, que no explore. Una domesticación del cuerpo como forma de control de la mente.

Pero los cuerpos —los cuerpos reales, vivientes— no fueron hechos para la inercia. Las piernas piden correr, las manos tocar, el corazón bombear con fuerza. Negar eso es negar una parte fundamental de la experiencia humana. Es, en cierta forma, mutilar el aprendizaje. Porque aprender no es solo recibir información, sino establecer vínculos, reconocer patrones, construir sentido. Y todo eso se facilita cuando el cuerpo está implicado, cuando no es simplemente un soporte pasivo de una cabeza pensante.

Diversas investigaciones, entre ellas las del grupo de Alberto Ruiz-Ariza en la Universidad de Jaén, apuntan en esa dirección. Proponen una reconfiguración del día escolar. Comenzar con trayectos activos, intercalar pausas breves de ejercicio en medio de las materias, diseñar clases que incluyan dinámicas corporales y juegos. No se trata de sustituir contenidos por juegos, sino de integrarlos. De comprender que el movimiento no es distracción, sino parte del proceso de asimilación.

Quizás, en lugar de preguntar cómo mejorar la educación, deberíamos comenzar por una pregunta más simple y radical: ¿por qué seguimos enseñando como si el cuerpo no existiera?

Rescatar al cuerpo del castigo de la silla escolar no es solo una cuestión de salud física. Es una reivindicación antropológica. Es reconocer que somos seres encarnados, que la inteligencia no flota como una nube aislada, sino que pulsa en el ritmo del corazón, en la respiración, en el juego compartido. Es, también, un acto de justicia. Devolver a los niños y adolescentes el derecho a aprender en movimiento, a descubrir que pensar puede ser una experiencia gozosa, libre y vital.

En un mundo que ya sospecha que el futuro de la educación no cabe en cuatro paredes, aferrarnos al pupitre como única forma de orden es una forma sutil de violencia. Una violencia que se disfraza de pedagogía, pero que condena a la mente al encierro y al cuerpo al silencio.

Aristóteles lo sabía sin saber de sinapsis ni neuroplasticidad: quien camina, piensa. Quizás ha llegado la hora de que nuestras escuelas, y nuestras políticas educativas, lo recuerden.

Por Mauricio Jaime Goio.