Vivimos tiempos en los que la visibilidad pesa más que la credibilidad, y donde el acceso a espacios de poder parece depender más de relaciones personales que de preparación o mérito. En este contexto, resulta urgente y necesario volver a los principios del liderazgo auténtico. Porque el liderazgo verdadero no se otorga por decreto, no se hereda por apellido, ni se impone desde una estructura de poder. El liderazgo real se construye. Y se construye con hechos, con valores sostenidos, y con la coherencia de quien entiende que liderar no es un privilegio, sino una responsabilidad.
Liderar no es ocupar una silla. No es figurar en la foto. No es repetir discursos vacíos ni actuar según conveniencias momentáneas. Liderar implica asumir un compromiso constante con la verdad, con la gente y con el bien común. Y eso no se simula. No hay campaña, estrategia ni relaciones públicas que puedan reemplazar la construcción diaria de confianza.
Es fácil hablar de liderazgo cuando las cosas van bien, cuando los aplausos llegan, cuando las decisiones no incomodan. Pero el verdadero liderazgo se revela en la dificultad: cuando hay que tomar decisiones impopulares, cuando hay que rendir cuentas, cuando hay que priorizar principios por encima de intereses personales. Y ahí es donde se marca la diferencia. Un líder auténtico no busca culpables cuando algo sale mal: asume, responde, enfrenta. No se esconde detrás de asesores, ni se victimiza para justificar errores. Porque entiende que la responsabilidad no se delega, se ejerce.
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El liderazgo, para ser legítimo, debe estar anclado en la objetividad. Hoy, muchas decisiones se toman desde el impulso, la presión externa o la conveniencia política. Pero confundir lo emocional con lo estratégico es uno de los errores más costosos en cualquier organización, institución o país. Un buen líder no decide pensando en su imagen, en su grupo cercano o en su futuro personal. Decide pensando en el propósito, en el impacto colectivo y en la sostenibilidad de sus acciones.
Y no, la legitimidad no se impone. Puedes ser nombrado, designado o promovido. Puedes rodearte de discursos que te validen, o construir un relato que intente justificar tu posición. Pero si no hay coherencia entre lo que dices y lo que haces, si no hay justicia en tus decisiones, si no hay escucha ni apertura, la autoridad que ejerces será frágil. El respeto no nace del cargo. Nace de la coherencia, de la claridad moral y de la capacidad de inspirar con el ejemplo.
El liderazgo que necesitamos hoy no es el del espectáculo, ni el de la imposición. Es el liderazgo que transforma sin gritar, que construye sin figurar, que escucha más de lo que habla. Un liderazgo que entiende que su rol es servir, no servirse. Que no necesita validación constante, porque se basa en principios, no en aprobación.
Y sobre todo, un liderazgo que sepa reconocer sus límites, rodearse de gente capaz, y dejar espacio a nuevas voces. Porque nadie lidera solo, y quien cree que el poder le pertenece está condenado a perderlo de la peor manera: perdiendo también el respeto.
En tiempos de incertidumbre, cuando las instituciones son cuestionadas y la confianza pública está debilitada, el rol de los líderes es aún más determinante. Necesitamos ejemplos que eleven la vara, que inspiren con hechos concretos, que devuelvan dignidad a la palabra liderazgo. Porque no se trata solo de ocupar un lugar, sino de honrarlo. Y eso solo es posible cuando se lidera con propósito, con visión y con integridad.
Hoy más que nunca, necesitamos liderazgos al servicio de la ética, la verdad y el bien común. Liderazgos con visión, pero también con humildad. No es tiempo de improvisar. Es tiempo de liderar bien.
Mario Herrera es Gerente de Comunicación y Marketing de CAINCO