Andrónico Rodríguez y el arte de desaparecer


 

En la política boliviana, donde los liderazgos se construyen tanto en las calles como en las tribunas, y donde las crisis no dan tregua, se requiere algo más que cálculo electoral o ambición. Se exige carácter. Andrónico Rodríguez, actual presidente del Senado y candidato presidencial por la llamada Alianza Popular, ha demostrado, en cambio, que su principal habilidad no es liderar, sino desaparecer estratégicamente. Su figura política es elocuente no por lo que ha hecho, sino por lo que ha evitado hacer. Su trayectoria se ha edificado sobre un patrón reiterado de evasión ante los momentos decisivos, de neutralidad fingida en medio del conflicto y de un protagonismo que solo emerge cuando el terreno está despejado y libre de riesgos.



Desde su ingreso al escenario político nacional, Rodríguez ha cultivado una imagen ambigua, de moderación prudente para algunos, pero de oportunismo deliberado para la mayoría. Lejos de ser un actor valiente en los momentos de mayor tensión institucional, ha preferido sistemáticamente la ausencia. Esta estrategia se ha manifestado de forma constante a lo largo de su carrera: cuando el MAS se fracturó entre las alas “evista” y “arcista”, Rodríguez optó por proclamarse neutral. Pero esa neutralidad no fue una búsqueda de reconciliación ni un esfuerzo de mediación. Fue, como lo han señalado varios analistas, una forma de esperar al ganador de la pelea para alinearse sin pagar costo político. En lugar de tender puentes, se escondió detrás de discursos vagos y declaraciones evasivas. Lejos de asumir un rol de liderazgo real, observó desde la barrera, calculando.

El episodio que marcó el punto de inflexión de su relación con el núcleo evista fue el congreso de Villa Tunari en marzo de 2025. Rodríguez, uno de los rostros más visibles del movimiento cocalero del Chapare, decidió no asistir a este evento clave organizado por Evo Morales, quien había sido su mentor y principal impulsor político. Alegó motivos de salud, pero sus propios asesores filtraron que la verdadera razón era el temor a ser abucheado. La reacción del entorno evista fue feroz. El diputado Renán Cabezas lo calificó de traidor, de “Judas”, acusándolo de esconderse en el momento en que debía definirse políticamente. Esa ausencia no fue simplemente un descuido, fue una declaración de intenciones: Rodríguez eligió su supervivencia política personal sobre la lealtad a su origen político.

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Este patrón de fuga ante las decisiones trascendentales se repitió semanas después, cuando Rodríguez exigió públicamente al gobierno una reunión urgente para atender la crisis energética y la escasez de dólares. Pero cuando el Ejecutivo efectivamente convocó al diálogo, Rodríguez no asistió. Alegó que no debía sentarse con “autoprorrogados”, en referencia a algunos parlamentarios y funcionarios en conflicto. La contradicción entre su exigencia pública y su negativa a participar fue tan evidente que provocó una oleada de críticas. El ministro Eduardo del Castillo lo calificó de inmaduro y de tener actitudes infantiles, mientras que la alcaldesa de El Alto, Eva Copa, lamentó que Rodríguez estuviera “jugando a no tener personalidad”. Este episodio ilustró con claridad su modus operandi: exigir soluciones solo mientras no le implique comprometerse, hablar desde la comodidad de la crítica, pero rehuir la responsabilidad cuando toca actuar.

En abril de este mismo año, Rodríguez protagonizó otro episodio que reflejó su estilo: mientras Evo Morales y los sectores evistas realizaban actos políticos claves en el Chapare, él emprendió una gira internacional que incluyó visitas a Argentina, España, Paraguay y Marruecos. Los viajes fueron defendidos por el Senado, que alegó razones institucionales y diplomáticas. Pero la coincidencia de fechas con las proclamaciones políticas del evismo dejó poco lugar a dudas: una vez más, Rodríguez se encontraba fuera del país cuando se le necesitaba en el frente interno. Es difícil no leer estos viajes como una maniobra para esquivar el conflicto interno y evitar definiciones claras sobre su posición dentro del MAS.

Tampoco estuvo presente en noviembre de 2024, cuando la Asamblea Legislativa vivió una de sus sesiones más conflictivas, con enfrentamientos verbales y físicos que escalaron hasta agredir verbalmente al vicepresidente David Choquehuanca. Rodríguez, como presidente del Senado, brilló por su ausencia. Su respuesta fue un tibio lamento publicado días después en redes sociales. Lo ocurrido dejó en evidencia que su ejercicio del poder está marcado por la distancia, por intervenir solo cuando no hay consecuencias reales que asumir, por el cálculo constante de cuándo hablar y cuándo desaparecer.

Frente a estos antecedentes, su candidatura presidencial aparece más como el producto de la debilidad de sus adversarios que como una expresión de fortaleza propia. El enfrentamiento entre Evo Morales y Luis Arce terminó por desgastar a ambas figuras, y el vacío dejado por su pugna fue ocupado por quien simplemente evitó involucrarse en la batalla. El politólogo Franklin Pareja lo ha descrito con precisión: Andrónico es un líder “accidental”. No llegó a la candidatura por mérito, sino por omisión. Evo Morales, incluso, lo acusó de ser un “candidato fabricado” por intereses ajenos al MAS, en referencia a figuras como Álvaro García Linera y Marcelo Claure. Y ese señalamiento, más allá de la disputa personal, refleja la percepción de buena parte del electorado: que Rodríguez no representa una propuesta sólida, sino una figura moldeada para llenar un vacío.

Este comportamiento volvió a evidenciarse recientemente. Tras la inhabilitación del Movimiento Tercer Sistema (MTS) por fallos constitucionales en Beni y La Paz, Rodríguez desapareció del radar público. El Tribunal Supremo Electoral señaló que los plazos para la inscripción ya habían vencido, lo que aparentemente dejaba su candidatura fuera del juego. Durante esos días, en lugar de defender públicamente su postulación o liderar una estrategia política firme, optó por el silencio. No fue hasta el 5 de junio que el Tribunal Constitucional Plurinacional emitió una sentencia sorpresiva, anulando las resoluciones previas y ordenando al TSE habilitar a los candidatos de Alianza Popular. Solo entonces Rodríguez reapareció en escena, con una postura de reivindicación que, sin embargo, solo confirmaba su dependencia de fallos judiciales ajenos a su propio liderazgo político.

Y así se repite el ciclo: cada vez que hay que enfrentar un problema, Rodríguez se ausenta. Cada vez que hay un costo político que asumir, opta por mirar hacia otro lado. Pero cuando las circunstancias se alinean a su favor, reaparece. No como un líder que enfrenta los desafíos, sino como un oportunista que recoge lo que otros no supieron o no pudieron defender.

Bolivia atraviesa una de las crisis económicas más serias de su historia reciente. El riesgo país supera los 2.000 puntos, la escasez de divisas golpea al comercio y a las familias, y la incertidumbre política ahuyenta inversiones. En ese contexto, se necesita con urgencia un liderazgo sólido, presente, decidido. Se requiere alguien que no tema asumir decisiones impopulares si son necesarias, que no se esconda tras giras internacionales ni declaraciones ambiguas, que no deserte cuando hay que dar la cara.

Andrónico Rodríguez ha demostrado, una y otra vez, que no es ese líder. Su historial de ausencias, contradicciones y ambigüedades lo inhabilita moral y políticamente para aspirar a la conducción de un país en crisis. No basta con ser joven ni con haber salido del Chapare. No basta con haber sido elegido presidente del Senado si el cargo se ejerce desde el silencio o desde el avión.

La presidencia de Bolivia requiere coraje, convicción y presencia real. No es un cargo para quienes practican la política como arte del escape. Rodríguez representa el espejismo de un liderazgo que nunca se materializó, una figura construida por cálculo, no por coraje.

Andrónico no es el candidato que Bolivia necesita ni merece.