En vastas regiones del continente, el Estado es apenas una ficción administrativa. La pérdida del control territorial no es solo un problema logístico: revela una grieta profunda entre nación, ciudadanía y cultura. En la selva, el altiplano o los márgenes urbanos, se gestan otros poderes, otras lealtades, otros mapas.
Fuente: Ideas Textuales
El mapa oficial de América Latina es una ilusión cartográfica. De frontera a frontera, los gobiernos proclaman soberanía sobre extensiones que, en los hechos, escapan a su dominio. Pero más allá de los satélites y las declaraciones, lo que está en juego no es solo el control del espacio, sino el sentido mismo del Estado como garante de orden, justicia y pertenencia.
La pérdida de control territorial no es reciente. Ya los virreinatos se construyeron desde las capitales coloniales, dejando extensas áreas como zonas de «frontera interior». Regiones habitadas, activas, pero fuera de todo radar político. Lo nuevo es la institucionalización de esa pérdida. Hoy, muchos Estados conviven —a veces resignadamente— con la imposibilidad de ejercer soberanía plena sobre sus propios territorios.
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El fenómeno tiene múltiples rostros. Zonas liberadas para el crimen organizado, territorios indígenas que operan con autonomía cultural y política, comunidades donde la ley se sustituye por pactos informales. A menudo, estos espacios tienen más relación con ONGs, iglesias evangélicas o redes ilícitas que con los ministerios de sus países.
El problema no es solo de capacidad logística o presupuesto. Es también simbólico y cultural. ¿Qué significa ser Estado cuando uno no puede ofrecer presencia ni protección? ¿Qué tipo de contrato social se puede firmar con ciudadanos que no conocen un policía honesto, un juez imparcial o una escuela pública funcional?
Paradójicamente, el debilitamiento territorial del Estado ha ido de la mano de una expansión burocrática. Capitales saturadas de oficinas, ministerios, gabinetes y discursos contrastan con una geografía que se resiste a ser gobernada. En Lima, Bogotá o Ciudad de México, se redactan leyes que no alcanzan a la sierra, la selva o los márgenes urbanos. Es el Estado como espectáculo: visible en el papel, invisible en la tierra.
Y, sin embargo, en esa ausencia se producen formas de poder alternativas. A veces, peligrosas; otras, creativas. Hay alcaldías indígenas que gestionan con eficacia lo que el Estado abandonó. Hay redes de solidaridad comunitaria que llenan el vacío institucional. Pero también hay feudos criminales que extraen impuestos, imponen justicia y moldean identidades. Porque donde no hay Estado, alguien ocupa su lugar.
Latinoamérica está fracturada no solo en lo geográfico, sino en lo imaginario. No todos los ciudadanos viven bajo el mismo Estado, aunque compartan bandera. Esta segmentación erosiona la posibilidad de una identidad nacional común. En su lugar, crecen archipiélagos sociales donde la lealtad se reparte entre el clan, la etnia, el cartel o el pastor.
Pensar el futuro del continente requiere repensar el Estado más allá de su arquitectura legal. No basta con promulgar normas ni con aumentar el presupuesto de Defensa. Se trata de reconstruir la legitimidad, la confianza y la presencia efectiva. De volver a ocupar, con humanidad y justicia, los espacios que fueron entregados al azar o al miedo.
En última instancia, el control territorial no es una cuestión militar ni técnica, sino ética. O el Estado se convierte en una figura cercana y confiable, o seguirá siendo —para millones— una entelequia de papel. Y un Estado sin territorio, como una casa sin cimientos, es siempre una ruina anunciada.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales