Johnny Nogales Viruez
La IV Cumbre Multipartidaria e Institucional, celebrada ayer en Santa Cruz, concluyó con un documento que promete todo: elecciones el 17 de agosto, pacificación del país, garantías institucionales, seguridad, financiamiento, respeto a los derechos políticos y transparencia técnica. Pero lo promete sin nombrar a nadie, sin señalar responsabilidades, sin enfrentar la raíz de la crisis.
En cualquier democracia funcional, sería impensable que se necesite un acuerdo político para garantizar que haya elecciones. En Bolivia, en cambio, hasta lo obvio requiere ser pactado. El hecho mismo de que se haya suscrito un compromiso para respetar el calendario electoral ya dice mucho sobre la precariedad institucional en que nos encontramos.
No está mal que se sienten a dialogar, que prometan, que se tomen la foto y que digan lo que todos quieren oír. Lo preocupante es el silencio. Lo elocuente es lo que callan. Nadie menciona a los autores del cerco violento que paralizó ciudades, atacó patrullas, quemó puentes, saqueó domicilios y sembró el terror en regiones enteras. Nadie nombra a Evo Morales, ni a los francotiradores, ni a los grupos armados que amedrentan a jueces, fiscales, policías y ciudadanos. Cuatro policías fueron asesinados y mutilados con saña, y sin embargo el acuerdo habla de “pacificación” como si se tratara de una disputa de opiniones. La impunidad se disfraza de prudencia, y la omisión deliberada se hace pasar por consenso.
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Tampoco hay claridad sobre la “ley de juzgamiento especial” para los vocales del TSE. ¿Es una garantía de independencia o una nueva amenaza camuflada? ¿Será usada para protegerlos de las presiones o para castigarlos si no se pliegan a ciertos intereses? En un país donde el uso político de la justicia es regla, no excepción, todo depende del cristal (y del poder) con que se mire.
El Ministerio Público promete procesar a quienes “obstaculicen” el proceso electoral. Sería una gran noticia, si no existiera la fundada sospecha de que se perseguirá más al disidente que denuncia que al violento que incendia. Y el TSE, tan tibio durante semanas, anuncia que ahora sí cumplirá su calendario. Ojalá. Pero la confianza no se decreta; se construye con hechos.
No podemos hablar de democracia cuando no solo los órganos del Estado siguen sometidos al poder político imperante, sino cuando existen presos políticos, como Jeanine Áñez, Luis Fernando Camacho y Marco Antonio Pumari, así como cientos – si no miles – de proscritos o autoexiliados que han debido abandonar el país por el solo hecho de pensar distinto. La disidencia fue castigada, la libertad de conciencia reprimida, y el miedo convertido en mecanismo de control, de silenciamiento y de autocensura.
Los compromisos asumidos por los partidos políticos en relación al padrón y al sistema TREP son un avance, pero llegan tarde y aún deben traducirse en resultados verificables. Participar en debates o acreditar técnicos está bien, pero no basta si el órgano electoral no garantiza condiciones de transparencia y control real.
Más allá de las declaraciones, lo verdaderamente decisivo sigue pendiente. Desde el pavoroso fraude del 2019, se ha exigido insistentemente, hasta en las recomendaciones de la OEA, que se realice una auditoría seria del Padrón Electoral y del sistema TREP, para devolverle credibilidad al voto. A ello se suma la necesidad de revisar la delimitación de las circunscripciones uninominales, cuyo diseño actual distorsiona la representatividad. Debe garantizarse que todas las fuerzas políticas puedan estar presentes en las mesas de sufragio; su exclusión deliberada, como ha ocurrido en el pasado, debe conllevar la anulación inmediata de los resultados en esos recintos. No basta con prometer elecciones: hay que garantizar que sean limpias, justas y plenamente fiscalizadas.
Al final, el documento suscrito puede leerse de dos maneras: como el inicio de una rectificación o como una puesta en escena. Sin nombres, sin verdades, sin consecuencias, todo puede quedarse en simulacro. La ciudadanía, sin embargo, no está obligada a resignarse. Puede y debe exigir que lo firmado se cumpla, que la justicia no siga secuestrada, que las elecciones sean limpias, y que la República no se reduzca a una frase decorativa en la Constitución.
Porque el problema no es solo que haya crisis. El problema es que, mientras no se nombren a los responsables, no habrá reparación ni futuro. Y mientras no hablemos con sinceridad, mientras no reconozcamos y rectifiquemos nuestros propios errores como sociedad, no habrá verdadera democracia. Solo simulacros de institucionalidad y pactos sin alma.
Fuente: eju.tv