El ocaso del dictador


¿SANTI, POR QUIÉN HAY QUE VOTAR?

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Hay finales que no estallan. Se desangran. Gota a gota, como la legitimidad de un régimen que se creyó eterno. Esta semana, sini gloria, terminó el ciclo político más largo, denso y asfixiante de nuestra historia democrática. No hubo discurso. No hubo multitudes. No hubo épica. Solo un silencio espeso. Un ocaso. Y la muerte de 4 jóvenes policías.



Evo Morales quedó fuera. Pero no lo sacaron las urnas. No lo echó la calle. Tampoco lo derrotó un nuevo liderazgo. Lo derrotó la realidad: ningún partido le ofreció la sigla. Ni siquiera el MAS, su criatura, su instrumento, su prolongación. El Tribunal Constitucional —sí, el mismo que antes le permitió lo imposible— dictó una sentencia que esta vez se atrevió a escribir lo obvio: no puede volver a ser candidato a nada. Y el Tribunal Supremo Electoral no necesitó inhabilitarlo, porque nunca llegó a ser postulado. Simplemente, no entró.

El país le dio la espalda. No por olvido, sino por saturación. Por cansancio. Por decencia. Por ese instinto democrático que aún sobrevive, incluso cuando las instituciones vacilan.

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Y así, el jefe de campaña de 2020 terminó como espectador frustrado de 2025. El hombre que tejió el regreso del MAS, que impuso a Luis Arce, que diseñó el gabinete, que manejó los primeros hilos, fue desactivado con una frialdad quirúrgica. Lo que comenzó como una relación de dependencia se convirtió en una deuda política impagable. Y Arce, lento, ambiguo, y profundamente pusilánime, la canceló. No con liderazgo, sino con aguante. No con convicción, sino con cálculo. Ha sabido gestionar las tormentas —internas y externas— no para conducir un nuevo ciclo, sino para sobrevivir al anteriorY así, el jefe de campaña de 2020 terminó como espectador frustrado de 2025. El hombre que tejió el regreso del MAS, que impuso a Luis Arce, que diseñó el gabinete, que manejó los primeros hilos, fue desactivado con una frialdad quirúrgica. Lo que comenzó como una relación de dependencia se convirtió en una deuda política impagable. Y Arce, lento, ambiguo, y profundamente pusilánime, la canceló. No con liderazgo, sino con aguante. No con convicción, sino con cálculo. Ha sabido gestionar las tormentas —internas y externas— no para conducir un nuevo ciclo, sino para sobrevivir al anterior.

El gran derrotado no es solo Evo Morales. Es el mito. Ese que se alimentó del relato épico, del carisma impostado, de la idea de que sin él no había patria posible. Cayó la narrativa del “único”, del “insustituible”, del “padre eterno”. Y con ella, cayeron los últimos restos de una era construida sobre el chantaje simbólico y la manipulación emocional.

Pero no nos engañemos: esto no es un giro ideológico del MAS. Es una reconfiguración pragmática. Arce no se convirtió en demócrata por convicción, sino por necesidad. Necesita gobernabilidad. Necesita tiempo. Necesita respirar. Y para eso, Evo estorbaba. Se volvió un peso. Un ruido. Un riesgo. Un delicuente. Un terrorista.

En su lugar, emerge Andrónico Rodríguez. No como renovación, sino como válvula de contención. Un heredero disciplinado, útil, funcional. El MAS cambia de rostro, pero no de alma. Solo muta. Solo sobrevive (o al menos eso intenta)

Y mientras tanto, la oposición mira. Desordenada, silenciada, inerte. El liderazgo cruceño, ausente. Los presos políticos, ignorados. Luis Fernando Camacho, el gran ausente de la cumbre multipartidaria, sigue encerrado. Su exclusión es la otra cara de este pacto institucional. Porque mientras uno cae por exceso de poder, el otro se desvanece por ausencia de interlocutores. Pero ya falta poco.

La cumbre del TSE fue el rito de pasaje. Se firmó la fecha de las elecciones: 17 de agosto de 2025. Se firmaron 13 compromisos. Se blindó el proceso. Se repartieron silencios. Y se consolidó un nuevo consenso mínimo: Bolivia necesita estabilidad. A cualquier costo. Incluso, al costo de no hablar de justicia. De no hablar de las víctimas. De no hablar de los presos.

Luis Arce sobrevive. No lidera, no transforma, no inspira. Pero sobrevive. Y en un contexto donde todos caen, el que sobrevive gana. Por ahora.

Evo Morales está solo. Sin partido. Sin legalidad. Sin calle. El caudillo de mil discursos terminó sin micrófono. El dueño del tiempo se quedó sin reloj. No hay epopeya. Solo ocaso. Solo historia. Y lo más grave: con las manos manchadas de sangre. Porque Evo no solo es un expresidente derrotado. Es un incitador violento. Un hombre que —en nombre de su cruzada— ha promovido enfrentamientos, desconocido al Estado y provocado tragedias. Cuatro policías murieron en una emboscada alimentada por su retórica, por sus operadores, por su lógica de confrontación.

Y por eso no basta con su caída política. Debe enfrentar la justicia. Debe ir preso. No por sus ideas, sino por sus actos. Porque ningún país se sana si el crimen queda impune. Porque el Estado de derecho no puede ser selectivo. Porque las muertes no se archivan.

Esta semana marca algo más que una noticia: marca el fin de una era. Se cierra un ciclo que definió una generación entera. Y con él, se abre una grieta: una oportunidad.

No está garantizado el cambio. No hay héroes en fila. Pero el vacío que deja el caudillo ya no se puede tapar con propaganda. Hay que llenarlo con ciudadanía. Con ideas. Con reformas. Con voluntad.

El dictador cayó. No porque alguien lo tumbó. Sino porque ya no tenía dónde sostenerse. Y a diferencia de 2019, lo que le queda es muy poco. Sin calles, sin mandos, sin épica. Solo él. Y un país que ya no lo escucha.
Y ahora, nos toca a nosotros. Estamos viendo nacer un nuevo país.