En un mundo obsesionado con el rendimiento, lo cuantificable y lo productivo, lo inútil —lo que no rinde cuentas, lo que no se mide ni se monetiza— empieza a brillar como un acto de resistencia. Este artículo es una defensa del arte, la contemplación y la gratuidad, no como lujos prescindibles, sino como manifestaciones esenciales de lo humano.
Fuente: https://ideastextuales.com
En estos tiempos donde cada minuto debe justificar su existencia con resultados, el simple hecho de hacer algo “porque sí” parece una extravagancia. Sin embargo, en esa “inutilidad” se esconde una forma de rebeldía silenciosa. Cuando todo lo que no produce utilidad es marginado como pérdida de tiempo, lo inútil se convierte en refugio, en trinchera, en sentido.
La lógica dominante exige eficiencia. Las horas se planifican. Los cuerpos se gestionan. Las emociones se optimizan. Dormir, caminar, incluso amar. Todo debe demostrar que sirve para algo. El ocio es sospechoso, la contemplación un lujo, el arte una inversión con retorno esperado. En ese marco, las actividades que no responden a una finalidad concreta son etiquetadas como residuales. Y, sin embargo, sin ellas, la vida pierde su espesor.
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Pensemos en lo aparentemente inútil: mirar llover. Escuchar una sinfonía que no cambia nada. Leer poesía sin ninguna aplicación práctica. Aprender un idioma muerto. Tallar madera sin intención de vender. En cada uno de estos actos vive un gesto humano ancestral, el de hacer algo por el gozo de hacerlo. Como diría Nuccio Ordine en La utilidad de lo inútil, aquello que no puede ser mercantilizado ni instrumentalizado es precisamente lo que guarda un valor más profundo. La capacidad de recordarnos quiénes somos cuando no estamos intentando ser útiles.
No es casual que las culturas indígenas, tantas veces calificadas de “poco prácticas”, hayan cultivado rituales, danzas, cantos, objetos y relatos que escapan a la lógica del uso. No servían para producir, sino para pertenecer. Eran modos de estar en el mundo, de tejer comunidad, de acercarse al misterio. Lo inútil era sagrado. Hoy, en cambio, lo sagrado se ha diluido en métricas.
Incluso la educación ha sido invadida por esta lógica. Las humanidades se ven forzadas a demostrar su rentabilidad social. Se exige a la filosofía “desempeño”. A la historia, “pertinencia”. A la literatura, “impacto”. Es decir, deben servir para algo. Pero cuando una sociedad convierte el pensamiento crítico en herramienta de empleabilidad, está erosionando su propia posibilidad de libertad.
Lo mismo sucede con el arte. No pocas veces se lo encierra en galerías con etiquetas y curadurías, exigiéndole un sentido político, económico o funcional. Pero el arte más poderoso es muchas veces el que nace en silencio, sin testigos, sin plan. El que simplemente es. Un dibujo infantil. Una danza improvisada. Un cuento que no será publicado. En ese gesto gratuito hay una verdad que ningún algoritmo puede capturar.
Reivindicar lo inútil no es un acto nostálgico. Es, quizás, la más urgente forma de protesta. Significa recuperar el derecho a la gratuidad, a la lentitud, al misterio. A mirar un atardecer sin sentir la obligación de fotografiarlo. A escribir un poema sin pensar en su impacto. A perder el tiempo como quien encuentra sentido.
La rebelión de lo inútil no será televisada. No tiene influencers. No promete productividad ni éxito. Pero en cada gesto que no busca rendimiento, se está abriendo una grieta en el sistema. Una grieta por donde todavía puede entrar algo parecido a lo humano.
Por Mauricio Jaime Goio.