La política, entendida como el arte de lo posible y el vehículo para la transformación social, atraviesa uno de sus peores momentos en nuestro país. Ya no se trata de construir una visión común de futuro ni de representar dignamente a la ciudadanía. Hoy, la política ha sido reducida a un espectáculo vacío; una feria de vanidades donde el que más grita o más promesas lanza, gana.
Esta situación no es casual, ni mucho menos nueva. Responde a un fenómeno más profundo: la completa descomposición ética del Homo Politicus. Cuando el político deja de ser un servidor público y se convierte en un mercenario del poder, todo el sistema democrático se resquebraja. La política, entonces, se vuelve grotesca, caricaturesca, casi obscena.
Como señalaba, Hannah Arendt, la política debe tener como fin supremo la dignidad humana. No hay otra razón más noble ni más urgente. Pero aquí hemos perdido completamente ese horizonte. La lucha política ya no es por principios ni por ideas, sino por cuotas, por cargos, por prebendas, y, esa degradación tiene consecuencias que todos pagamos.
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El fenómeno del “alquiler” de partidos políticos, tan común en estos últimos meses, es una muestra más de esta decadencia. Agrupaciones enteras se venden al mejor postor, sin importar su línea ideológica, su trayectoria ni su historia. Las siglas se convierten en franquicias disponibles para cualquiera con ambición y dinero. No importa si ayer el candidato decía una cosa y hoy lo contrario. No interesa si en el pasado militó en el oficialismo y ahora se dice opositor. En este nuevo mercado político, lo único que cuenta es tener una base electoral, una estructura mínima y un buen discurso de ocasión. La coherencia quedó archivada en algún viejo libro de ciencias políticas.
La política no tiene que ser sexy. No tiene que seducir por lo superficial, ni jugar a la transparencia brutal para generar impacto mediático. La política también es el arte de la mesura, del silencio reflexivo, de saber cuándo hablar y cuándo callar. El exhibicionismo verbal no es honestidad: es pornografía, es vulgaridad.
En el afán de diferenciarse del MAS, muchos candidatos opositores han caído en el juego de la banalidad. Presentan sus propuestas como si fueran productos de consumo, apuestan por el marketing más vacío y buscan likes antes que consensos. Creen que construir una alternativa se basa en “verse diferentes”, no en ser diferentes.
Pero no todo está perdido. Aún es posible construir una oposición sólida y con visión de país. La clave no está en una unidad artificial que sólo junta siglas sin alma, sino en la coherencia. Una oposición con ideas claras y principios firmes, tiene más fuerza que una amalgama electoral sin rumbo. Sería un gran gesto de madurez política que aquellos candidatos sin posibilidades reales de triunfo dieran un paso al costado. No para entregarse a otros, sino para fortalecer un proyecto común. No se trata de mimetizarse, sino de priorizar al país por encima de los egos personales.
En el oficialismo, la situación no es mejor. Aunque fracturado, sigue aferrado al poder como náufrago a un salvavidas. La lucha interna no es por el modelo de país, sino por quién se queda con el botín. Esa paradoja de estar divididos y unidos al mismo tiempo revela el verdadero rostro del movimiento gobernante.
Una eventual reunificación del oficialismo, excluyendo a Evo Morales, parece cada vez más cercana. Pero no hay que subestimar a Morales; aunque debilitado en lo político, sigue contando con una base movilizada y dispuesta a recurrir a la violencia armada. La política del garrote y la presión callejera sigue siendo su especialidad. Ese “brazo social” que lo acompaña —movimientos subversivos camuflados de organizaciones populares— es una amenaza latente para la estabilidad democrática. Morales sabe utilizar el miedo como herramienta de control, y lo ha hecho durante años.
En medio de esta guerra de ambiciones, ¿dónde queda la gente? ¿Dónde quedan los jóvenes, los trabajadores, las mujeres que luchan cada día por sobrevivir? Quedan atrapados entre discursos vacíos y promesas que nunca se cumplen. Se sienten traicionados por todos. La política ha perdido el respeto de la ciudadanía no por casualidad, sino por su conducta repetida de traición, oportunismo y cinismo.
Vivimos una crisis de representación profunda. No hay líderes que convoquen desde la ética, ni partidos que inspiren confianza. Sólo queda el hastío y la resignación. Es urgente recuperar la dignidad de la política. No con discursos bonitos ni con campañas de imagen, sino con hechos; con honestidad; con vocación de servicio; con capacidad para renunciar cuando es necesario y coraje para actuar cuando duele.
El país no necesita salvadores ni caudillos, necesita ciudadanos comprometidos. Políticos con conciencia histórica; líderes que no teman decir la verdad, aunque sea impopular; porque sin dignidad política no hay democracia que sobreviva. Y si seguimos rentando partidos al mejor postor, el precio lo pagaremos todos, con nuestra pobreza, con nuestra frustración y con nuestro futuro hipotecado.
Marcelo Miranda Loayza
Teólogo, escritor y educador