¿SANTI, POR QUIÉN HAY QUE VOTAR?
Santiago Terceros Pavisich
En psicología debe tener un nombre, pero en política se manifiesta como una parálisis colectiva: la incapacidad de abandonar los traumas del pasado para interpretar con lucidez el presente. Bolivia arrastra todavía las heridas del fraude electoral de 2019 y muchas otras más. Esa manipulación, aunque acotada, dejó una huella profunda. Desde entonces, vivimos atrapados en una percepción distorsionada, donde toda elección está bajo sospecha, donde el padrón electoral se convierte en fantasma recurrente, y donde el pasado reciente es revivido con más fuerza que el presente inmediato. Esta distorsión ha sido cultivada no solo por los actores políticos, sino también por una parte de la ciudadanía que encontró en el trauma una coartada emocional para no enfrentar los desafíos del presente.
La verdad, sin embargo, es más compleja. Incluso en 2019, la izquierda habría ganado. No con los números inflados que presentaron —esos sí eran fantasía—, pero sí con los que marcaban las encuestas. Y lo que es más incómodo: la población votaba por ellos no solo por ideología o lealtad, sino porque asociaba su (indi)gestión con estabilidad económica y redistribución de recursos. Mal ejecutadas, sí. Profundamente clientelares y corruptas, también. Pero efectivas en términos de rentabilidad electoral
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Hoy, la situación ha cambiado drásticamente. El modelo se agotó. La improvisación económica, la caída de ingresos, la falta de planificación y la corrupción empujaron a la izquierda gobernante a su fractura más profunda. Las encuestas muestran que no supera el 20% de intención de voto. Pero la oposición no ha capitalizado ese declive con claridad. Y aquí aparece otra disociación peligrosa: la obsesión con encontrar un nuevo líder único, un salvador infalible. Esa nostalgia por el caudillo bueno es tan perniciosa como la permanencia del caudillo malo. Nos impide pensar políticamente. Pero qué cómodo es no pensar, ¿no?
La democracia no se construye desde la unanimidad forzada, sino desde el disenso productivo. No necesitamos unidad detrás de personas, sino unidad detrás de ideas. Y esas ideas ya existen: reforma del Estado, disciplina fiscal, descentralización, modernización administrativa. Se ha consolidado un consenso programático incipiente, visible incluso en los discursos de los principales candidatos, que reconocen la necesidad de volver a negociar con organismos multilaterales, atraer inversión privada y estabilizar las cuentas públicas. Sin embargo, ese consenso es todavía superficial. Todos hablan del endeudamiento externo como una salida inevitable —porque decirle “auxilio financiero internacional” suena más cool—, pero casi nadie se atreve a decir con claridad que eso implica, también, un recorte fiscal. La palabra “ajuste” sigue siendo tabú, aunque la realidad lo vuelva ineludible. La unidad está ocurriendo, pero a nivel de propuestas. No lo ve quien no quiere ver.
El problema es que muchos analistas, opinadores y políticos siguen atrapados en una realidad alterada. Hablan de fraudes monumentales, de padrones con un millón de fantasmas, de conspiraciones totales. Y desde esa distorsión, descalifican a todo aquel que intente proponer, matizar o deliberar. Pero no hay salida colectiva desde el delirio. La única salida es desde el realismo, desde el reconocimiento lúcido de la historia reciente.
Necesitamos también abandonar la idea mesiánica de que un solo iluminado podrá salvarnos. La generación del Bicentenario debe asumir ese rol: 130 diputados y 36 senadores pueden convertirse en los verdaderos arquitectos del cambio. La próxima Asamblea será, necesariamente, una Asamblea plural, negociada, tejida desde consensos. Y eso no es una debilidad: es una oportunidad democrática esencial. En contextos de polarización e incertidumbre como el actual, la pluralidad no solo garantiza representación, sino también deliberación. Una Asamblea compuesta por diversas fuerzas políticas obliga al diálogo, al acuerdo, a la rendición de cuentas mutua. No hay reformas duraderas sin pactos amplios, y no hay pactos amplios sin pluralismo institucional. Por eso, asumir la pluralidad no como un obstáculo, sino como una riqueza, es uno de los aprendizajes que Bolivia necesita consolidar si quiere superar el ciclo de caudillismo y fragmentación.
Pero para lograrlo, es vital comprender el valor de la representación territorial. Los escaños uninominales no son botines de campaña. Son la voz concreta de una comunidad. La única forma de romper la realidad alterada que nos imponen redes, medios y caudillos es volver a la base: al barrio, a la familia, al gremio, al espacio de lo cotidiano. Ahí comienza la política real. Esa que impacta en la vida de los ciudadanos.
Un diputado uninominal representa a más de 200.000 personas. Es, o debería ser, su voz directa en la Cámara y, por ende, en la política nacional. Y esa voz no puede responder a pactos de cúpula, a apadrinamientos presidenciales, o a listas selladas en oficinas. Debe surgir del conocimiento, del vínculo, del compromiso. Por eso, es hora de dejar de mirar solo a los presidenciables y empezar a mirar a nuestros candidatos a diputados. Informarnos. Exigir. Elegir a quien represente nuestra voz, no a quien nos impongan desde arriba. Este voto es independiente del voto presidencial, está en la franja inferior de la papeleta, y es ahí donde se puede ejercer con mayor libertad una decisión ciudadana consciente. El voto cruzado no es una traición, es una alternativa democrática que permite balancear el poder, fortalecer la representación plural y darle sentido a la diversidad del electorado boliviano.
La unidad programática es posible. Pero solo si desterramos la realidad alterada. Solo si dejamos atrás la fantasía del líder redentor. Solo si empezamos a construir desde el sentido común y desde abajo. Bolivia no necesita más salvadores. Necesita más representantes lúcidos. En muchos territorios —como en el que yo habito— no hay candidatos que representen de verdad las demandas locales, y por eso hemos decidido dar un paso al frente. No desde el ego, sino desde la convicción de que es posible reconstruir la política desde la cercanía, desde el territorio, desde la escucha, desde el estudio y desde el pensamiento. Son esfuerzos pequeños, sí, pero cargados de sentido. Porque otra política es posible: más comprometida con lo local, más sensible a lo concreto y más abierta a los consensos amplios.
Y esa apuesta no es aislada. Es parte de una energía generacional que comienza a desplegarse en todo el país: la generación del Bicentenario. Una generación que no se resigna al desencanto, que no espera instrucciones desde arriba, que no se encierra en la nostalgia ni en el cinismo. Me siento parte de esa generación. De quienes, sin esperar autorizaciones, empiezan a caminar nuevas rutas para que la política recupere sentido. No como un acto heroico, sino como una tarea compartida. El 17 de agosto no solo son las Elecciones Generales: es también el Día de la Bandera. Y hoy quiero levantar la bandera del patriotismo por mejores días para nuestro país, desde nuestro barrio, nuestra comunidad, nuestra trinchera.
Nos vemos el próximo domingo y, si Dios quiere, en la papeleta del 17 de agosto.
Fuente: eju.tv