El cerebro contemplativo y el arte de aquietarse


Neurociencia, religión y cultura se entrecruzan en un hallazgo inesperado: tanto el rezo del Rosario como la meditación mindfulness modifican la actividad cerebral y reducen la ansiedad. En tiempos de vértigo, la contemplación se revela como una forma de resistencia íntima y colectiva.

Fuente: https://ideastextuales.com



Puede ser en un templo tibetano o en una iglesia de barrio o en un parque urbano o sobre un tronco en medio del bosque. Seremos testigos de respiraciones profundas, palabras repetidas con ritmo pausado o simplemente el rumor del silencio. Es la escena universal de la contemplación. Lo que durante siglos fue terreno exclusivo de la fe o la filosofía, hoy también es objeto de la neurociencia.

Estudios recientes han comenzado a mapear lo que ocurre en el cerebro cuando meditamos o rezamos. Es fascinante descubrir una gran cantidad de transformaciones positivas, como la baja en la ansiedad, el aumento de la empatía y la disminución del estrés. Según el neurocientífico Andrew Newberg, prácticas como el rezo repetitivo o la meditación activan el lóbulo frontal, vinculado a la concentración, y reducen la actividad del lóbulo parietal, el área que nos sitúa en el espacio y el tiempo. El resultado es una sensación de unidad, de trascendencia, de conexión con algo más grande, que está sobre nosotros.

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Con el rezo del Rosario sucede lo mismo. Según una investigación publicada en Journal of Religion and Health, genera beneficios similares al mindfulness. Quienes lo practican con frecuencia reportan mayor bienestar, menos lucha espiritual y una conexión social más fuerte.

En contextos donde la terapia psicológica es inaccesible, estas prácticas emergen como herramientas culturales viables, profundamente arraigadas y emocionalmente eficaces.

Desde la psicología, la teoría del apego ayuda a entender por qué algunas personas encuentran consuelo en estas prácticas mientras que otras no logran conectar. La relación que establecemos con una entidad superior muchas veces replica el vínculo emocional que construimos en la infancia con nuestros cuidadores. Para el sociólogo Blake Victor Kent la forma en que oramos refleja la forma en que confiamos. La confianza, clave en cualquier relación, también es necesaria para que la oración o la meditación tengan un efecto reparador.

Lo más revelador, sin embargo, es que estas experiencias no se limitan al ámbito religioso. Estudios con músicos que improvisan han demostrado que durante la creación espontánea también disminuye la actividad del lóbulo frontal. La inspiración, parece, llega por el mismo canal que las prácticas religiosas. Una plegaria, una melodía, un mantra sueltan a los participantes, dejando la sensación que una entidad incorpórea se apersona, tomando el control de lo que estamos haciendo.

La cultura del rendimiento ha convertido incluso el descanso en una tarea pendiente. En este contexto, sentarse a respirar, repetir un rezo o simplemente cerrar los ojos se vuelve un acto profundamente terapéutico. Es elegir no hacer. Es resistir al mandato de producir, al ruido constante, a la ansiedad programada. La contemplación no es una evasión, sino una forma de habitar el mundo desde otro lugar.

Quizá la mayor enseñanza de estos hallazgos científicos no sea que el rezo cambia el cerebro. Tal vez lo más importante sea recordar que, incluso en lo más íntimo de nuestras neuronas, hay espacio para lo trascendente e incorpóreo. En la repetición de un rosario, en el mantra silencioso, en el aire que entra y sale con conciencia, el alma encuentra su espacio. Y desde ahí, todo, incluso lo más ramplón y cotidiano, puede ser transformado.

Por Mauricio Jaime Goio.