En tiempos de plataformas volátiles y atención dispersa, los medios enfrentan un dilema existencial: cómo sobrevivir sin traicionarse. La comunidad se convierte en moneda, y la confianza en capital simbólico. ¿Puede el periodismo sostener su promesa de verdad en un mundo que premia la inmediatez?
El protagonismo informativo ya no lo tiene la redacción de un periódico, ni lo encontramos en el noticiero central de las nueve de la noche. Ocurre en scrolls acelerados, entre un meme, una receta de cocina y una indignación compartida. En medio de esta corriente, una noticia aparece. Tal vez un titular breve, una alerta en WhatsApp, una voz en un pódcast. Ya no hay lector clásico, ni hábito fiel: hay usuarios. Y los medios tradicionales intentan adaptarse, intentando no renunciar a su alma.
Según el informe Designing the newsroom of the future, elaborado por FT Strategies, las redacciones del siglo XXI enfrentan dos presiones simultáneas. La necesidad de seguir siendo económicamente viables, y el imperativo de sostener una función pública en un entorno informativo cada vez más desagregado. Con menos personas accediendo directamente a sus sitios web y más encontrando contenidos por mediación algorítmica, los medios ya no solo deben limitarse a informar, sino que deben pacientemente tejer relaciones. Y eso implica hablar en el idioma de la comunidad, aunque muchas veces sea a costa del lenguaje propio.
La paradoja es brutal. En un momento histórico donde la información se ha convertido en la gran estrella de la sociedad, el acto de informar rigurosamente se ha vuelto más difícil y menos rentable. La competencia ya no es entre periódicos, sino entre streams de entretenimiento, feeds infinitos y resúmenes generados por inteligencia artificial. Lo que antes se valoraba como análisis, hoy se descarta como contenido extenso. Lo que antes se cultivaba como rigor, hoy se percibe como lentitud.
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Y, sin embargo, en medio de esta marisma que amenaza con empantanarnos a todos, algunas redacciones han decidido salir mar afuera y remar. Han comenzado a repensar no solo cómo informan, sino para quién. A reestructurarse con una lógica más propia de las comunidades digitales que de los viejos diarios. El Washington Post creó WP Ventures, una especie de laboratorio editorial-comercial para probar formatos nuevos sin las ataduras del organigrama tradicional. El Financial Times, por su parte, optó por fortalecer sus “centros de excelencia”, equipos transversales que cruzan periodismo de datos, diseño visual y cultura de audiencias. Y Puck, startup fundada en 2021, hizo lo impensable: convertir a cada periodista en su propia marca, su propio canal, su propio negocio. Periodismo de autor, pero también de emprendedor.
Detrás de estos experimentos surgen un par de preguntas ineludibles: ¿cómo se mantiene la independencia editorial cuando los ingresos dependen de la fidelidad del público? ¿Dónde se traza la línea entre atender a una comunidad y complacerla? Porque una cosa es escuchar al lector y otra, muy distinta, escribir para no perderlo. El modelo de suscripciones y micromecenazgos ha democratizado el financiamiento del periodismo, pero también ha instalado una presión silenciosa: ser querido, ser compartido, ser rentable. ¿Y si la verdad no gusta? ¿Y si incomoda?
El informe State of Create, elaborado por Patreon, es claro: el 80% de los seguidores más comprometidos estaría dispuesto a pagar por acceso exclusivo, y el 86% por formar parte de una comunidad. La palabra clave es “acceso”. Los lectores ya no quieren solo información, quieren presencia, cercanía, diálogo. En lugar de titulares, buscan rostros. En lugar de secciones, buscan afinidades. En lugar de objetividad, muchas veces buscan confirmación. Y esto, que en términos de negocio puede parecer una oportunidad, desde el punto de vista periodístico puede ser un campo minado.
Porque no se puede automatizar el criterio. Ni delegar en el algoritmo el deber de verificar. El periodismo, si quiere seguir siendo algo más que ruido entre otros ruidos, debe encontrar la forma de vincularse sin diluirse, de reinventarse sin entregarse. La conexión con las audiencias no puede reemplazar a la investigación. Y la fidelidad del lector no puede convertirse en el nuevo sesgo.
La transformación operativa va en esa dirección. Las redacciones más lúcidas están incorporando perfiles híbridos: periodistas que también entienden de métricas, diseño, producto. Roles puente que permiten que el dato no renuncie a la intuición periodística. Nuevas métricas —como el tiempo de lectura o la conversión de lectores en suscriptores— están desplazando a los viejos contadores de clics. Pero el cambio más profundo es otro, el de mentalidad. Comprender que el valor de un medio no está en su volumen de publicaciones, sino en su capacidad de generar confianza. Y que esa confianza se construye lentamente, a contramano del ritmo de TikTok.
Porque si algo ha quedado claro en esta mutación es que el contenido ya no es suficiente. Lo que se necesita es una razón para quedarse. Un lugar donde la atención no sea capturada, sino compartida. Una comunidad no solo de intereses, sino de sentido.
En un mundo donde todo parece diluirse en flujos, el periodismo debe ser, más que nunca, una forma de permanencia.
Por Mauricio Jaime Goio.