Durante décadas creímos que menos gente significaba menos daño ecológico. Pero Japón, el país más envejecido y en proceso de despoblación del mundo, nos enseña lo contrario. Desde la antropología cultural, es hora de revisar nuestros supuestos y mirar de frente una paradoja incómoda: la naturaleza no florece en soledad.
A comienzos del siglo XXI, en medio de alarmas climáticas, extinciones masivas y colapsos ecológicos, comenzó a instalarse la idea de que, si la población mundial se estabilizaba, o mejor se reducía, la presión sobre la Tierra disminuiría. Menos bocas que alimentar, menos automóviles en las rutas, menos ciudades extendiéndose como manchas de petróleo sobre el bosque. Japón, pionero global en el envejecimiento demográfico, parecía la vanguardia de esa esperanza. Un país donde el declive poblacional podría convertirse en oportunidad ambiental.
Pero, a la luz de los datos, esta hipótesis se rompe. La biodiversidad japonesa, lejos de recuperarse, sigue cayendo. La fauna silvestre pierde hábitats. Las especies invasoras avanzan sobre arrozales y bosques. Las casas vacías no se transforman en refugios naturales, sino en ruinas disputadas por jabalíes y ciervos. La despoblación, lejos de ser sinónimo de equilibrio, genera nuevos tipos de problemas.
Desde la antropología esta paradoja tiene una explicación clara: las culturas humanas son ecosistemas en sí mismas. No basta con que las personas se retiren del territorio, se necesita una estructura social capaz de administrar, cultivar, preservar. La naturaleza no se regenera sola. Lo hace cuando existen prácticas, saberes y tecnologías que le permiten hacerlo. Y esas prácticas, como todo lo relacionado con la cultura, nacen de condiciones materiales específicas.
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En Japón, la despoblación ha sido un proceso lento pero irreversible. Primero fueron los pueblos de montaña. Luego, los caseríos pesqueros. Finalmente, incluso los suburbios comenzaron a envejecer. Las escuelas cierran. Los huertos se abandonan. Los ritos agrícolas, transmitidos durante generaciones, pierden sentido cuando ya nadie siembra.
Desde el punto de vista ecológico, estas transformaciones culturales no deben analizarse exclusivamente como fenómenos simbólicos o psicológicos. No es la pérdida de sentido la que desactiva los rituales, sino la pérdida de función. Las prácticas culturales, incluso las más cargadas de misticismo o tradición, tienen un origen pragmático. Sirven para mantener el equilibrio ecológico, garantizar la subsistencia, organizar el trabajo. Cuando desaparecen las condiciones que las hacen necesarias, por ejemplo, la mano de obra familiar para cultivar arrozales, las prácticas desaparecen también.
El satoyama, ese sistema agrícola japonés que armonizaba los bosques, los arrozales y las aldeas, era menos una expresión estética que una estrategia adaptativa. Los aldeanos mantenían el monte bajo para evitar incendios, talaban árboles de forma rotativa para no agotar el bosque, criaban peces en los canales de riego para fertilizar los campos. Hoy, sin agricultores ni hijos que hereden las parcelas, ese equilibrio se ha roto. Y la naturaleza, abandonada a sí misma, no encuentra la manera de reconstruirse.
La antropología ambiental ha venido señalando, desde hace décadas, que los ecosistemas no son sistemas puros, ajenos al ser humano. Por el contrario, los paisajes que llamamos naturales están, en muchos casos, modelados por siglos de intervención humana. Muchas de las prácticas más sustentables del mundo, como las de los pueblos indígenas o los agricultores tradicionales, no nacían de una ética conservacionista, sino de una lógica económica adaptada al entorno.
Así, la sostenibilidad no es un valor moral, sino una función cultural. El equilibrio ecológico no ocurre por inercia, sino porque hay estructuras sociales que lo hacen posible. Ciclos agrícolas sincronizados con el clima, usos colectivos de la tierra, reglas comunales sobre la pesca o la caza, mecanismos de redistribución de recursos. Cuando esas estructuras se erosionan, como está ocurriendo hoy en zonas rurales de Japón, la naturaleza no se libera. Se desequilibra.
El caso japonés es especialmente ilustrativo porque desmonta un mito moderno, el del retorno idílico a lo salvaje. La idea de que la ausencia humana es, por definición, buena para el planeta, no resiste el análisis etnográfico ni los datos ecológicos. La historia reciente muestra que las comunidades humanas, cuando están organizadas en torno a sistemas productivos sostenibles, son aliadas insustituibles del equilibrio ecológico. Y que su desaparición, sin un reemplazo planificado, puede generar un gran daño.
¿Qué nos enseña el caso japonés? Que el envejecimiento y la despoblación, por sí solos, no ofrecen ninguna garantía ecológica. Que es urgente repensar nuestras estrategias ambientales no como reparaciones naturales, sino como procesos culturales planificados. Que, sin políticas activas, sin instituciones comunitarias y sin una economía que valore el trabajo rural, el planeta no se salva.
El futuro ecológico del mundo no se juega solo en las ciudades verdes ni en los megaproyectos de conservación. Se juega también en esos pueblos silenciosos donde una casa cerrada no es solo una ruina, sino el eco de una forma de vida que sostenía a la Tierra.
Por Mauricio Jaime Goio