Tememos a las máquinas que “hablan”, pero repetimos palabras sin pensar, como si ya fuéramos algoritmos. El problema no es la inteligencia artificial, sino nuestra desconexión con la palabra y su potencia simbólica. En tiempos de ruido, conversar puede ser una forma de resistencia.
Fuente: https://ideastextuales.com
En las grandes ciudades se habla mucho, pero se conversa poco. Se opina, se reacciona, se responde con la velocidad del rayo. Y, sin embargo, cada vez que alguien dice algo, queda sensación de simple repetición. Escuchamos ideas que no son ideas, frases hechas que apenas disimulan su pereza intelectual, declaraciones de identidad más que de pensamiento. “Yo soy así”, “la culpa es del sistema”, “esto ya no tiene arreglo”. Hablamos como si ya no tuviéramos voz.
Esta es la paradoja que expone con fuerza el artículo “Hablar con máquinas”, de Sandra Caula y Pablo Rodríguez Palenzuela. Plantea que mientras buena parte del mundo teme el avance de las inteligencias artificiales, las personas han comenzado a hablar de forma cada vez más mecánica. No se trata solo de la irrupción de los algoritmos o del uso masivo de herramientas digitales, sino de un fenómeno más profundo, cultural, casi antropológico. La pérdida del lenguaje como lugar de pensamiento y de encuentro.
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El filósofo Stanley Cavell afirma que no basta con usar palabras, hay que tener una “voz propia”. Y eso es precisamente lo que parece estar en juego hoy. La voz no como propiedad física, sino como capacidad de pensar lo que se dice y de poner en juego algo de sí en el acto de hablar. En la era de los retuits, los memes y las declaraciones sin matices, esa voz está siendo desplazada por una maquinaria simbólica que solo exige adhesión: repetir, compartir, gritar.
Martin Heidegger usó un término inquietante para describir esta deriva del lenguaje: Gerede, la charla vacía, el hablar por hablar, el decir sin decir nada. En ese tipo de lenguaje no hay apertura al mundo ni revelación de sentido. Solo una cadena de fórmulas sociales que nos permiten seguir funcionando. Como un saludo apurado o una queja rutinaria, el Gerede no busca comprender, solo ocupar espacio.
Lo que Heidegger intuyó en el siglo XX hoy se ha vuelto omnipresente. No es solo que el lenguaje se empobrece, se desactiva su potencia. Se habla para confirmar prejuicios, para reafirmar identidades, para marcar territorio. Se habla en clave de consigna, como si el pensamiento fuera un equipo de fútbol. Y lo peor de todo, se habla sin escuchar.
Las redes sociales han amplificado este fenómeno hasta convertirlo en la norma. No se conversa, se declara. No se pregunta, se sentencia. La estructura misma del algoritmo premia la polarización, la inmediatez, el impacto. Como revela Raquel Pico en el artículo “El algoritmo extremista”, el sistema de recomendaciones de plataformas como YouTube tiende a radicalizar a los usuarios, arrastrándolos hacia contenidos cada vez más extremos, porque eso garantiza atención sostenida. La verdad importa menos que el enganche emocional.
Y así, el lenguaje deja de ser un lugar común para el diálogo y se convierte en una trinchera simbólica. Hablamos desde nuestras burbujas, contra el otro, no con el otro. Nos expresamos, pero no nos comunicamos.
El texto de Caula y Rodríguez Palenzuela ofrece una idea provocadora: una inteligencia artificial bien entrenada puede resultar, en algunos casos, un interlocutor más honesto que muchos humanos. ¿Cómo es posible? Precisamente porque no “cree” en lo que dice, no tiene que defender un dogma. La IA no siente vergüenza, no busca quedar bien, no necesita ganar discusiones. Simplemente calcula probabilidades y propone patrones.
Esto no la convierte en una fuente de verdad, ni mucho menos en una conciencia ética. Pero devela una realidad que incomoda. Una máquina puede obligarnos a pensar más que muchos interlocutores humanos, porque no está atrapada en los automatismos ideológicos o afectivos que limitan nuestras conversaciones cotidianas. El espejo no piensa, pero muestra lo que somos.
Tal vez por eso, conversar con una IA bien programada puede volverse un ejercicio filosófico. Nos obliga a precisar conceptos, a explicar mejor, a confrontar contradicciones. Si sabemos usarla, puede ayudarnos a salir del ruido. Pero eso exige algo que no puede programarse: la voluntad de pensar. De dudar. De sostener el silencio antes de repetir una consigna.
Al final, todo esto se trata de reaprender a hablar no como emisión de frases, sino como práctica del vínculo. Conversar no es simplemente intercambiar información, es construir una relación, un ritmo compartido, una atención mutua.
Conversar implica escuchar sin plan de ataque. Implica hacer preguntas sin saber de antemano la respuesta. Implica exponerse al otro sin blindaje ideológico. Conversar es resistir la velocidad, la automatización, la fragmentación. Es defender una forma de humanidad que no puede ser reemplazada por ningún algoritmo.
Por eso no basta con enseñar a escribir o a responder preguntas estándar. Hay que enseñar a preguntar bien. A explorar el lenguaje como un territorio vivo, lleno de matices, de tonos, de sentidos ocultos. Hay que recuperar la dimensión estética, ética y poética de la palabra. Porque al limitar el lenguaje estamos empequeñeciendo el mundo.
Hoy repetimos frases que parecen de sentido común pero que son, en realidad, construcciones culturales que merecen ser puestas en cuestión. Y quizás el primer paso para eso no sea hablar, sino callar. Callar para escuchar. Callar para pensar. Callar para encontrar la propia voz entre tanto ruido. No para retirarse del mundo, sino para volver a él con palabras que realmente aporten.
Por Mauricio Jaime Goio.