El cerebro, la cultura y el arte de envejecer


Mientras la ciencia investiga fármacos para ralentizar la neurodegeneración, la cultura ofrece recetas olvidadas: dormir a ritmo solar, comer con sazón emocional y conversar sin pantallas. Este artículo recorre, desde una mirada antropológica, cómo el modo de vida de nuestros abuelos —ritual, comunitario, lento— podría ser la mejor medicina para un cerebro que envejece en soledad.

Fuente: Ideas Textuales



No es raro que los descubrimientos científicos confirmen verdades que nuestros mayores conocían o practicaban desde siempre. Que bailar con tu pareja o cuidar a tus nietos puede ser lo mejor que le ocurra a tu cerebro no es una conclusión neurobiológica, sino un principio cultural profundamente arraigado. Lo confirma la neurobióloga española Isabel Fariñas, premio Ramón y Cajal 2024. Afirma que la plasticidad cerebral —esa capacidad de adaptarse, resistir, reorganizarse— se activa con la motivación emocional, el afecto y la rutina con sentido.

La cultura moderna, sin embargo, parece ir en dirección contraria. Mientras los laboratorios investigan estrategias de senolisis y diseñan compuestos químicos para eliminar células senescentes, la sociedad contemporánea produce, sin pausa, nuevas formas de aislamiento. El resultado no es sólo un aumento en los diagnósticos de alzhéimer o párkinson, sino una erosión simbólica de la vejez como etapa vital con sentido.

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Hoy, el problema no es solo la muerte de neuronas. Es también la desconexión del entorno, el colapso del ritmo natural, la ruptura del lazo comunitario. Porque si el cerebro humano envejece mal, es también porque la cultura que lo rodea ha dejado de acompañar su tránsito.

Varios estudios coinciden: vivimos peor que nuestros abuelos. Ángel Aneiros Díaz, neurólogo del CHUF, asegura que el modo de vida tradicional —basado en rutinas estables, comida real, caminatas cotidianas, comunidad— favorece una coherencia entre ritmos biológicos y entorno que el cerebro agradece.

La salud neuronal no se juega solo en las consultas médicas ni en la genética. También se construye en la cocina, en la plaza, en el sueño profundo. Dormir mal reduce la limpieza del sistema glinfático, encarga­do de eliminar los desechos cerebrales. Una cena tardía o el uso prolongado de pantallas inhibe la producción de melatonina, impide el descanso y, metáfora cruel, impide olvidar lo que deberíamos, mientras acelera el olvido de lo que aún importa.

Y si el sueño es esencial, también lo es la comida. Las dietas tradicionales, como la mediterránea o atlántica, ricas en frutas, legumbres, pescado azul, aceite de oliva, alimentos cargados de omega-3, polifenoles y antioxidantes que protegen las membranas neuronales y regulan el estado de ánimo. Pero no era solo lo que se comía, sino cómo se comía. Sin prisa, en comunidad, con sazón emocional.

Lo que los neurólogos llaman reserva cognitiva, culturalmente podríamos llamarlo simplemente tribu. Una red de vínculos vivos, presenciales, que estimulan el lenguaje, la empatía, el gesto, la memoria emocional. No hay píldora que reemplace una conversación sin pantalla. Las relaciones sociales cara a cara son, literalmente, neuroprotectoras. No solo activan áreas del cerebro, sino que también generan un sentido de pertenencia que amortigua la soledad y sus consecuencias fisiológicas.

El problema es que la modernidad digital ha desplazado estos espacios. El tiempo del barrio, del saludo, del mate compartido o la siesta después de comer se ha visto sustituido por estímulos rápidos, hiperconectividad fragmentada, una rutina vertiginosa e individuos desconectados. La ciencia ahora advierte que sin vínculos, sin pausa, el cerebro se agota.

En la cultura ancestral, envejecer era sinónimo de sabiduría y un estatus privilegiado. En la actual, envejecer es una amenaza. Lo que está en juego, sin embargo, no es solo el número de años que vivimos, sino cómo los habitamos. Fariñas advierte que las neuronas nuevas que generamos en edad adulta afectan directamente la memoria, la motivación y el deseo de seguir aprendiendo.

La propuesta cultural es clara: recuperar los rituales cotidianos de la tribu. Dormir con ritmo solar. Comer sin prisa. Caminar sin destino. Conversar sin pantallas. Hacer lo que nos gusta no solo es un eslogan, es una forma de ejercitar el cerebro. Llevarlo al gimnasio de la vida, donde lo que se fortalece no es solo la sinapsis, sino también el sentido.

Frente al avance implacable del alzhéimer y el párkinson, frente al estrés moderno y la aceleración sin tregua, lo que está en juego no es únicamente una prevención médica. Es una defensa cultural. Una invitación a volver a la tribu. A los ritmos humanos. A la vida que no olvida lo que vale la pena recordar.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideas Textuales