La guerra del Bicentenario


 

 



La presidenta del Perú, Dina Boluarte, levantó ronchas en el país la semana pasada cuando en su discurso de fiestas patrias afirmó que, al igual que Cuba y Venezuela, Bolivia era un país “fallido.” Un comentario desatinado viniendo de una mandataria de Estado, por supuesto, y nada menos que del Perú, un país vecino, amigo y aliado con el que compartimos historia en común.

Pero como toda afronta que duele, el comentario de Boluarte levantó ronchas porque, en silencio y en secreto, todos nos preguntamos si en el fondo tenía razón. ¿Somos un país “fallido”? ¿Cómo se mide el éxito o el fracaso de una nación? Difícil pregunta, claro, pero me animo a proponer que el éxito de un país se mide por el conjunto de oportunidades que cada generación le deja a la siguiente. Un país es exitoso, florece y está vivo como proyecto colectivo si sus jóvenes sienten que es posible perseguir su felicidad en él. ¿Ha sido Bolivia capaz de despertar la ilusión y la esperanza de sus nuevas generaciones? Me temo que no. Sí, por supuesto, que ha habido períodos excepcionales en nuestra historia en los que hemos visto que el futuro de nuestros hijos era prometedor, pero, en general, y si somos sinceros, siempre hemos deseado que se vayan y busquen afuera lo que el país no les podía ofrecer.

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Bolivia ha sido casi siempre el país más pobre de la región y lejos de acortar las distancias con nuestros vecinos, estas se acentúan con el tiempo y somos, en términos relativos, cada vez más pobres. Y digo “casi siempre” porque tuvimos una época en la que superábamos a varios países de la región. En efecto, la serie estadística de Madisson, la más consultada por economistas e historiadores, muestra que desde 1890 hasta 1918 nuestro PIB per cápita era superior a los de Perú (¡atenta presidenta Boluarte!), Colombia, Ecuador, Brasil y Paraguay. ¿Qué casualidad que esta superioridad coincida casi perfectamente con el período liberal de nuestra historia, no? Nuestro PIB per cápita fue superior al de Colombia hasta 1927, al de Ecuador hasta 1951, al de Brasil hasta 1958 y al de Paraguay hasta 1978. A partir de ese año, sin embargo, estuvimos siempre en el último puesto en el vecindario. Paraguay, el país que típicamente comparte los últimos lugares con nosotros, se nos ha alejado a pasos agigantados en las últimas décadas. Ni que decir del resto. Aun después de las profundas debacles de Venezuela y Argentina, Bolivia sigue siendo, y por mucho, la cenicienta de la región.

Hubo algunos intentos por revertir nuestra desdicha. El más destacado fue el período que empezó en 1985, cuando el Dr. Paz estabilizó nuestra economía y frenó la hiperinflación que nos hacía, si no un país fallido, ciertamente un país en franca destrucción. A partir de ese año y durante un par de décadas, el país se embarcó en un proceso liberal que, aunque tímido, tuvo la gran virtud de generar una institucionalidad que permitía avizorar un país viable basado en diálogo y pactos democráticos. El Índice de Libertad Económica de la Heritage Foundation (ILE) se empezó a publicar en 1995 y ese año el índice del país fue de 56,8 cuando el promedio mundial estaba en 57,6. Bolivia ocupó ese año el puesto 56 entre 101 naciones. Pero a partir de ese año nuestro índice empezó a subir, situándose por encima del promedio global por nueve años consecutivos (de 1996 a 2004). Alcanzamos nuestro índice más alto en 1998 cuando llegamos a 68,8 cuando el promedio mundial era 57,2. ¡Ese año estuvimos en el puesto 25 entre 155 países! Nuestro ILE se mantuvo más o menos constante hasta el 2004 y esa constancia podría haber empezado a dar frutos, pero a partir de ese momento nos fuimos hacia abajo y en picada. ¿Qué más se podría haber esperado del gobierno del MAS? Así nos fue y hoy estamos en el puesto 165 de 176 países.

Como vemos, somos el eterno colero, pero tuvimos oportunidades cuando abrazamos programas liberales. Dado, sin embargo, que casi siempre nos apartamos de ellos, nuestro destino fue otro. Los últimos veinte años han sido un claro ejemplo de vocación autodestructiva. ¿Cómo recuperamos, entonces, la fe en nuestro propio destino? ¿Cómo hacemos para dejarle un mejor país a las futuras generaciones? Lamento no dar la otra mejilla, pero a estas alturas no podremos hacer ni una cosa ni la otra con remilgos y buenismos. Aunque parezca que el MAS (la banda de criminales que se ha apropiado del país y sus instituciones y ha destrozado nuestra economía a tal punto de que se nos vea como un país fallido) esté dividido y debilitado, no podemos ceder a la ingenuidad de pensar que soltarán el poder, así como así, de forma democrática. Nuestro país ha sido tomado por el narco y el Socialismo del Siglo XXI y esta gente tiene un solo objetivo: empobrecernos para seguir en el poder. Estos señores no son, por lo tanto, “adversarios políticos,” sino enemigos, y con los enemigos no se debate, con los enemigos se combate.

Sí, no exagero, el futuro de Bolivia y sus próximos 200 años dependen de como libremos una guerra en muchos frentes. Una lucha entre el bien (los que creemos en la dignidad del individuo como parte de una República) y el mal (los que quieren imponer un “Estado Plurinacional” y su paradigma socialista). Esta no es una guerra solo de ideas económicas o de paradigmas políticos, es, en esencia, una guerra moral. Al celebrar nuestro bicentenario tomemos conciencia de lo que nos estamos jugando. O peleamos por la dignidad individual contra el estatismo colectivista, o miraremos a nuestros vecinos pasar de largo 200 años más.

Antonio Saravia es PhD en economía