El ritual perdido del silencio


 

 



Lo que antes era parte natural de la vida cotidiana —la quietud, la contemplación, la pausa— hoy se ha convertido en un ritual consciente que llamamos meditación. En los albores de la civilización no necesitábamos aprender a estar tranquilos, porque el entorno lo hacía posible. ¿Qué nos dice este desplazamiento cultural sobre la manera en que vivimos el tiempo?

Hoy la meditación se receta como una medicina. Se habla de ella en consultas médicas, en oficinas saturadas de estrés, en aplicaciones móviles que prometen alivio inmediato. Se presenta como un fármaco invisible capaz de reducir la ansiedad, bajar la presión arterial, mejorar la concentración. En medio del vértigo moderno, la meditación es un recurso universal para soportar la aceleración del tiempo. Una función terapéutica que ha transformado en remedio una actividad que alguna vez fue parte natural de la vida.

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En sociedades tradicionales, el silencio no era un lujo, sino el fondo natural de la vida. El pastor que observaba el horizonte, el pescador que aguardaba la red, el campesino que veía crecer la tierra encarnaba lo que hoy denominamos meditación, aunque nunca le dieron ese nombre. La contemplación no era práctica separada, sino forma de habitar el mundo. El silencio no se buscaba, se vivía en el día a día.

El antropólogo Josep María Fericgla (Barcelona, 1955) nos muestra como hemos llegado a convertir la quietud en un ejercicio programado en la agenda, una especie de gimnasio para el alma. Lo cual no deja de ser paradójico. Pues lo que antes se obtenía sin esfuerzo ahora requiere disciplina. El silencio, transformado en producto cultural, se vende en retiros espirituales, aplicaciones móviles o cápsulas de “mindfulness” que prometen alivio instantáneo.

Es claro que nos enfrentamos a una transformación estructural. Lo que antes era un estado natural del individuo, lo hemos transformado en un rito. La meditación contemporánea funciona como estrategia simbólica para restaurar una condición perdida. En lugar del chamán que guiaba hacia el trance, hoy cada individuo se “auto-chamaniza” en su propia práctica, intentando reconectar con un tiempo menos fragmentado.

Esta operación cultural tiene un costo: el silencio ya no es río que fluye, sino agua embotellada. Un recurso escaso que se consume en dosis de cinco o diez minutos diarios. Al convertir la quietud en terapia, la hemos sacralizado. Y en esa sacralización queda en evidencia que vivimos en un entorno dónde predomina el ruido y la sobreestimulación es norma, no excepción.

Lo que estamos haciendo es reconocer la fractura entre lo que fuimos y lo que somos. El silencio convertido en meditación es el espejo que nos muestra nuestra incapacidad para permanecer en paz. Recuperar esos espacios de contemplación no es solo un beneficio personal, sino una forma de reconstruir la paz interior como base de la convivencia.

Lo que hemos perdido no es el silencio en sí, sino la capacidad de reconocerlo como parte de la vida. Por eso la meditación, más que un lujo espiritual, se ha convertido en un puente precario hacia esa alianza olvidada entre cuerpo, tiempo y paisaje.

Por Mauricio Jaime Goio.