La jornada electoral del pasado domingo 17 de agosto de 2025 se ha escrito como un punto de inflexión histórica. El sorprendente e incontrovertible triunfo de Rodrigo Paz en la primera vuelta presidencial, una hazaña que lo catapultó desde un marginal 4% en las proyecciones iniciales hasta un contundente 32% en las urnas, no puede ser asumido como un mero accidente o el efecto del voto castigo antimasista; constituye la evidencia palmaria de una profunda y silenciosa reestructuración sociopolítica. Un fenómeno cuya gestación se explica a través de la confluencia de dos procesos mayores: la implosión final del Movimiento al Socialismo (MAS) y la consolidación de un nuevo electorado con un horizonte de aspiraciones radicalmente distinto.

La encarnizada y pública disputa entre las fracciones masistas no solo fragmentó su base electoral, sino que, fundamentalmente, agotó su capital narrativo. El Estado nacional-popular, con su retórica épica y plurinacional, se volvió autorreferencial y perdió su capacidad para interpelar a una sociedad que se había transformado bajo su propio gobierno.

Dejó de ser el motor de futuro para convertirse en un ancla poderosamente afincada en el pasado; el resultado fue obvio, generó un espacio político y electoral a disposición de quien le diera sentido a las disyuntivas que se percibían en el maremágnum de la transición postmasista.



El acierto de Rodrigo Paz estriba en presentarse como un político que no se definía por la virulencia de las demandas y acusaciones antimasistas, sino, por asumir un rol bisagra entre dos épocas: la plurinacional encriptada en un populismo siglo XXI y la democrática encriptada en el ciudadano y sus derechos. Todo su arsenal discursivo se articuló para presentarlo como el agente destinado a gestionar la transición desde lo nacional-popular a lo democrático-ciudadano.

Su capital político fue deliberadamente reconvertido en un capital simbólico propio de la modernidad. Mientras la vieja política se desangraba en la polarización, Paz ofrecía un discurso técnico sobre la «economía para la gente». Frente al relato ideológico proponía la «reconciliación» y la «producción». Sustituyó el polisémico concepto de “pueblo”, siempre tan mal utilizado, por el de “patria”. Su heterodoxia consistió en sustituir el eje de la confrontación por el eje de los consensos.

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Sociológicamente hablando, la clave que explica su ascenso meteórico reside en su asombrosa capacidad para acoplar su oferta política al habitus de un sector social que se ha vuelto determinante: las clases medias tradicionales y, de manera central, la burguesía popular moderna. Este es un segmento fascinante clave: son los hijos del propio ciclo de crecimiento económico del MAS. Se trata de pequeños y medianos empresarios, comerciantes, transportistas y profesionales que acumularon cierto capital económico, pero cuyas disposiciones, gustos y estilos de vida ya no encuentran eco en la estética ni en la retórica del masismo y de la izquierda fracasada.

Sus aspiraciones ya no son de inclusión corporativa, sino de ciudadanía individual, de derechos de propiedad, de calidad en los servicios y de una conexión fluida con un mundo globalizado. Paz les ofreció un espejo en el que pudieran reconocerse. Su ethos de gestor técnico y su promesa de estabilidad apelaron directamente a este habitus que valora el pragmatismo por sobre la épica revolucionaria. No les habló como a un «pueblo» movilizado, sino como a «ciudadanos», «emprendedores» y «productores».

La segunda vuelta, que lo enfrentará a Jorge Tuto Quiroga (26,8%) será, en esencia, una disputa por definir la naturaleza del ciclo postmasista. Sea cual sea el resultado, la victoria de Rodrigo Paz en esta primera instancia ya ha enviado un mensaje inequívoco: Bolivia ha ingresado en una nueva fase en la que la demanda social mayoritaria ya no es de transformación refundacional, sino de normalización institucional y modernización económica.

Nos guste o no, su triunfo no es el de un outsider, sino el de un agente que supo leer la historia en tiempo real, posicionándose como el articulador preciso para el complicado tiempo político que viene.

Por Renzo Abruzzese, sociólogo.