La historia política de Bolivia siempre me ha parecido un relato inquietante que avanza entre esperanzas, fracasos y nuevas promesas. Creo que si algo se ha instalado con fuerza en nuestra memoria colectiva es esa sensación de estar viviendo un proceso interminable de rupturas y refundaciones.
Desde el momento mismo de su fundación como república, el país ha navegado en aguas turbulentas, debatiéndose entre el deseo de construir una institucionalidad estable y las erupciones –a veces inesperadas, a veces largamente anunciadas– de movimientos de la sociedad civil que irrumpen para exigir cambios profundos en la distribución del poder y el curso de la historia.
La democracia, en este escenario, ha sido siempre un concepto en movimiento. Me parece que ha funcionado como lo que algunos teóricos llaman un “flotante discursivo”: una idea en constante disputa que cambia de significado en cada ciclo de luchas sociales, en cada levantamiento ciudadano, en cada transición política, en cada acto eleccionario.
Además, no deja de ser revelador que los intentos de explicarla únicamente desde lo político o lo económico se queden siempre cortos, seguramente porque no alcanzan para captar el espesor de los procesos, esa mezcla de emociones colectivas, miedos, aspiraciones y mitos que se activan una y otra vez en el escenario histórico.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
En ese sentido, los conflictos políticos que han marcado nuestra historia no son simples disputas o intereses; también son manifestaciones de fuerzas encontradas y de tensiones no resueltas entre lo que la nación aspira a ser y lo que en realidad ha logrado instalar en su complicada historia.
Cada golpe de Estado, cada ciclo de protesta podría verse como un acto en un gran drama arquetípico en el que el país busca, a su manera, encontrarse consigo mismo. Y así como cada sobresalto es un esfuerzo identitario, cada elección es un interregno, una tregua en medio de una gran batalla por la consolidación del Estado y la nación.
La verdad es que este proceso es tanto doloroso como fascinante. Doloroso porque implica conflictos, pérdidas y tensiones que desgarran el tejido social. Pero fascinante porque, al mismo tiempo, muestra la vitalidad de un país que se niega a aceptar un destino fijo; que vuelve una y otra vez sobre sus pasos para preguntarse quién es y hacia dónde quiere ir.
Además, mirar la historia desde esta perspectiva puede ayudarnos a comprender por qué ciertos discursos político-ideológicos se repiten, por qué ciertos miedos y promesas resurgen en cada generación, casi como si estuvieran grabados en el inconsciente colectivo.
Particularmente creo que la democracia se ha instalado en la sociedad boliviana no como una estructura rígida, sino, como un horizonte de posibilidad, un lugar hacia el que el país avanza y retrocede, a veces con pasos firmes, a veces con tropiezos, pero en todo caso, casi siempre avanza.
En definitiva, ver la historia política de Bolivia como un drama arquetípico nos invita a mirar más allá de los datos y de los eventos, a reconocer la dimensión simbólica y emocional de nuestra vida colectiva. Tal vez allí encontremos pistas para comprender por qué seguimos insistiendo en refundar el Estado, en redefinir el pacto social, en imaginar una y otra vez el país que queremos ser.
Quizás el próximo gran capítulo de nuestra historia sea el de aprender a integrar esas energías colectivas sin que necesariamente desemboquen en contradicciones insalvables o rupturas violentas.
Creo, firmemente, que la democracia, más temprano que tarde, dejará de ser solo un campo de disputa y se convertirá en un espacio donde la diversidad no sea vista como amenaza, sino como una oportunidad para construir un país más íntegro, en paz y consigo mismo.
Renzo Abruzzese es sociólogo.