Por Johnny Nogales Viruez
Bolivia vive hoy de prestado. La abundancia de ayer se convirtió en deuda y lo que parecía un modelo exitoso se revela como un espejismo que hipotecó el futuro.
Durante casi dos décadas, el país disfrutó de una riqueza sin precedentes. Los altos precios del gas y de otras materias primas, la expansión de la recaudación tributaria y un acceso generoso al crédito externo colocaron en manos del Estado la mayor cantidad de recursos de toda nuestra historia republicana. Esa fortuna, en lugar de transformarse en desarrollo sostenible, se derrochó en gasto corriente, en la multiplicación de empleos públicos, en subsidios insostenibles y en la proliferación de empresas estatales deficitarias que hoy son un lastre, o simplemente se esfumó en los agujeros negros de la corrupción.
El gobierno suele exhibir el crecimiento del PIB como prueba irrefutable de un modelo exitoso. De 9.600 millones de dólares en 2006, la economía superó los 42.000 millones en 2019. Ese salto, sin embargo, no fue fruto de una gestión lúcida, sino del viento externo favorable y de un endeudamiento que multiplicó la disponibilidad de caja. Lo verdaderamente relevante no es el tamaño coyuntural de la economía, sino la administración de los recursos. Y allí radica la tragedia: nunca hubo tanto dinero en las arcas públicas y nunca se manejó con tanta irresponsabilidad.
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El resultado es un país hipotecado. La deuda pública roza hoy el 90 % del PIB y el déficit fiscal supera el 10 %. Las Reservas Internacionales Netas (RIN) se han reducido a niveles críticos: de los 2.881 millones de dólares reportados en agosto de este año, sólo 170,7 millones están en divisas, 2.651 millones (el 92 %) en oro y 58,7 millones en Derechos Especiales de Giro y Tramo de Reservas. En cuanto al oro, además de estar en su mayoría depositado en bancos extranjeros, varios expertos afirman que ha sido comprometido en operaciones de “swap”, que ponen en riesgo incluso el mínimo legal de 22 toneladas que debía permanecer intocable. La liquidez se sostiene con parches, no con bases sólidas.
A esta mochila de deuda se suman los llamados pasivos cuasi-fiscales, compromisos que no aparecen en el presupuesto, pero que en la práctica hipotecan al Estado. Allí están los bonos que emite el Banco Central para absorber liquidez y que generan intereses crecientes; los créditos otorgados a empresas estatales que jamás devolverán lo recibido; los subsidios a los combustibles, que se camuflan como gasto operativo de YPFB pero consumen miles de millones cada año, y las inversiones de la Gestora Pública en papeles del Tesoro, que convierten el ahorro previsional en financiamiento del déficit. Son deudas que no figuran en las estadísticas oficiales, pero que tarde o temprano se traducirán en una carga adicional para el próximo gobierno.
Paradójicamente, la inflación, aunque alta (se estima que llegará alrededor del 25% al cierre del año) no ha estallado todavía, a pesar del acicate de una emisión monetaria que creció más del 800% desde 2006 (es decir, hay 8 veces más billetes circulando) y de la pérdida de confianza en la moneda nacional. Si no hay mayor desbarajuste no es porque la economía esté sana, sino porque la sociedad mantiene la expectativa de que el próximo gobierno podrá darle soluciones. Esa esperanza reprime, por ahora, la fuga hacia el dólar y frena el estallido de precios. Pero es un freno frágil; si la transición política resulta caótica o si la nueva administración no ofrece credibilidad y gobernabilidad, el dique se romperá.
El escenario actual es, en ese sentido, más peligroso que el de 1985. Entonces la crisis se manifestaba en billetes que se deshacían en los bolsillos; hoy la amenaza está en un Estado quebrado que ha convertido hasta el ahorro de los trabajadores en una deuda disfrazada.
Lo que se malgastó no fueron simples excedentes, sino más de doscientos mil millones de dólares en dos décadas. Una fortuna que pudo ser la palanca del desarrollo terminó disolviéndose en subsidios, clientelismo y empresas estatales sin retorno. En Bolivia sobraron recursos y faltó sensatez. Y esa deuda no sólo es una deuda moral con las próximas generaciones; es una verdadera rémora económica que ensombrece el futuro colectivo.
Lo más grave es que, como sociedad, aún no asumimos la magnitud del despilfarro ni la profundidad del pozo en que nos encontramos. Las cifras suenan abstractas, pero cada millardo perdido significa escuelas sin maestros, hospitales sin insumos, carreteras que nunca se terminan, empleos que no aparecen y un futuro hipotecado antes de nacer. Detrás de cada número hay vidas postergadas, generaciones condenadas a pagar una deuda que no contrajeron. Y quizá el mayor daño sea el envilecimiento moral, que nos acostumbra a mirar semejante saqueo sin indignarnos.
Dilapidar el dinero público e hipotecar el futuro es también traicionar a la patria.