Para ninguno de los que llegamos con el “Colorao” Mercado a Santa Cruz el año 1813, era desconocido ni el clima ni el paisaje. Estábamos cambiando del frío y la aridez de la montaña por la llanura ardiente y exuberante, pero el paisaje era el mismo que vimos en Paraguay, en Corrientes, Misiones y en las poblaciones que estaban a la vera del río Paraná, donde tuvimos que incursionar en busca del enemigo.
Y los aguaceros en la época de lluvias eran semejantes, también, a los de mi tierra, porque caían trombas de agua durante horas y lo inundaban todo y ponían furiosos a unos inocentes arroyitos que de golpe se convertían en peligrosos torrentes. Me hacía recuerdo a los turbiones ruidosos del Piraí, arrastrando enormes troncos, que vi en mi niñez, cuando, pasada la furia del agua, al atravesarlo, los caballos se atascaban y se hundían en el barro haciéndonos caer y mojar.
Arboledas tupidas, bejucos colgantes, barbechos espinosos donde vivía la venenosa “yoperojobobo”, así como campos verdes y húmedos, a veces con ganado, era lo que mirábamos los del Ejército del Norte. Y palmeras de todas las clases, como el motacú, el totaí, la jatata, el cusi, esbeltas y generosas con sus hojas y sus frutos. Las flores eran muy bellas y en algunos montes húmedos se encontraban magníficas orquídeas de diversas formas y buganvillas de colores intensos que atraían a las abejas y a las mariposas. Me recordaba a la deliciosa miel que producía y a las orquídeas que criaba con amor uno de mis tíos en su quinta de Cotoca.
Mi espíritu militar que todo lo miraba como en un campo para batallar y matar al enemigo, se rendía ante la belleza. Sabía cuán diferente era que eso se poblara de flores y no de cruces. Antes de llegar a Santa Cruz, todos los rancheríos, que no pasaban de una decena de casas en cada lugar, estaban hechas de barro y “humbacá” y techadas con hojas de motacú o jatata, donde no faltaba el tacú en el patio, el olor a humo, las ollas ennegrecidas por el tiempo, los muchachitos desnudos y petacudos y unos perros flacos y ladradores.
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Muy familiares desde mi niñez y juventud eran los animales que encontraba a nuestro paso por pampas y montes: jochis, hurinas, tatuces, antas, puercos troperos, pavas de todo tipo, perdices y otras aves deliciosas para comer. Al tigre no le vi la cara porque ese gato sanguinario huye del bullicio, aunque encontramos muchos restos de ganado a medio devorar por el hambriento. El surubí, el pacú y el bagre, que había comido en mi casa materna, tenían hasta el mismo nombre en Asunción y en Corrientes.
Ni hablar en cuanto a la hospitalidad de los cruceños y los pueblos de la Guarania, porque yo creía que era única. Aunque advertí que se asustaban un poco cuando miraban sables y lanzas. En Santa Cruz le tenían miedo al ejército argentino, por lo que había ocurrido con los caudales en la Casa de la Moneda en Potosí, pero los moradores salían de sus chacos y de sus chozas a ofrecerles a los jefes algo de beber o de comer. No podían invitarnos a toda la tropa, pero siempre nos daban agua fresca de los pauros, joco o yuca, para entretener el estómago, y nos señalaban las sombras donde podíamos descansar sin soportar el calor que en ciertas horas era infernal. A los oficiales les invitaban chicha camba, sin alcohol, y generalmente un locro sencillo con charque, arroz y yuca. Siempre, al partir, el “Colorao” les dejaba algunos quintos o unos víveres, que los recibían agradecidos.
Vimos que las mujeres también eran parecidas, comparando a las “peladas” blancas de Santa Cruz con las de otras ciudades ribereñas del Paraná, españolas por los cuatro costados o con alguna mezcla guaraní que las embellecía más aún. Esbeltas, graciosas, de hermosas cabelleras, vestidas ligeramente, y muy gentiles. El coronel Mercado decía que las cruceñas eran las mujeres más lindas que había en todo el Alto Perú y ciertamente no mentía. Las muchachas campesinas eran muy atractivas y los soldados nos volvíamos locos por ellas.
Pero volver a la tierra, sentir su olor a lluvia o el solazo que mataba hasta las garrapatas, fue una bendición; mucho más ante la patasca que me comí donde mamita, con un vaso de guarapo, y la siesta feliz en la vieja hamaca chiquitana.