Alfonso Cortez
El último blues del Croata es un retrato entrañable y ácido de la vida y muerte de Drazen Dogan, un músico que alguna vez encendió la noche cruceña con su armónica y su carisma.
La película mezcla humor negro, desencanto y ternura para mostrar cómo, tras su muerte, un grupo de amigos improvisa un homenaje que es también un ajuste de cuentas con sus propias vidas.
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El guion se mueve entre conventillos, morgues y bares bluseros, con guiños a la precariedad urbana y a la nostalgia musical. En el contraste entre la sordidez y la celebración, el film encuentra su tono: un homenaje improvisado, caótico y profundamente humano.
La puesta en escena encuentra humor incluso en lo trágico (la burocracia, los crematorios clandestinos, la confusión de cenizas).
La película se apoya en un guion sólido que mezcla humor negro, desencanto y ternura en torno a un personaje entrañable en su decadencia: Drazen Dogan, inspirado en el mítico músico de blues que alguna vez animó bares de Sucupira, como Clapton.
Lo interesante es que no se queda en el retrato del artista marginal, sino que construye un mosaico coral: viejos amigos, amores perdidos, hijos alejados, una ciudad que respira blues y precariedad.
El cadáver del “croata” se convierte en un catalizador: obliga a los demás a recordar, a reconciliarse con lo que fueron y a improvisar un homenaje a la altura de quien vivió fuera de toda norma.
Al final, lo que queda no es solo la despedida de un músico, sino la constatación de que la amistad, la música y la memoria son las únicas formas dignas de resistencia frente al olvido.
Un film que, para quienes alguna vez escuchamos al verdadero Drago Dogan en Samaipata o en algún boliche cruceño, tiene un sabor doble: homenaje íntimo y espejo de una generación que no se resigna a perder su propio blues.
El último blues del Croata resuena como algo más que ficción: es memoria compartida y despedida generacional.