¿Esperanza o amenaza?


Por Johnny Nogales Viruez

El resultado del 17 de agosto expresó un hartazgo profundo. Millones de bolivianos, cansados del deterioro moral e institucional de los últimos veinte años, expresaron en las urnas un repudio inequívoco que castigó a todas las vertientes del masismo.



Entre las opciones que les ofrecía la papeleta electoral, muchos depositaron su confianza en una dupla que apareció como inesperada alternativa: Paz–Lara. Ese respaldo no nació de un súbito entusiasmo ni de un viraje ideológico radical. Procede, más bien, de un electorado que antes confió en Evo Morales y en Luis Arce, pero que hoy, golpeado por la crisis, sin rumbo ni certezas, buscó un refugio distinto.

Ese voto no es programático ni doctrinario. Es un voto de pertenencia, de cercanía social y cultural. No se trasladó hacia candidaturas percibidas como distantes o elitistas ante la total indiferencia de esas postulaciones, sino hacia quienes lograron instalar la idea de estar más próximos a la vida real de la gente. La campaña de Paz y Lara se movió en escenarios simbólicos del antiguo masismo, precisamente donde el desencanto se hizo más evidente. Fue de esa manera que lograron la primera posición.

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Aun así, no debe olvidarse que la primera vuelta ya quedó atrás. La diferencia lograda en esa votación no asegura por sí misma el desenlace. Hoy las alternativas se reducen a dos y el ciudadano, quiera o no, tendrá que elegir.

En ese escenario, la turbulencia que provocan las contradicciones visibles dentro de esta fórmula será, sin duda, un factor decisivo en la mente del elector.

La política boliviana ya nos ha dado demasiadas lecciones para confundir novedad con verdadera renovación. El fenómeno de Edman Lara merece ser observado con atención. Su estilo exaltado, su manera de mezclar agravios con prédicas de salvación y sus reproches lanzados en plaza pública, incluso contra su propio compañero, exhiben una personalidad volátil y peligrosa. Cuando alguien empieza a proclamarse instrumento casi divino, lo que anuncia no es redención, sino la tentación del autoritarismo.

Bolivia no necesita otro paladín mesiánico. Cambiar de caudillo sin cambiar las prácticas sería condenarnos a repetir el círculo vicioso de promesas grandilocuentes y decepciones brutales. El país requiere instituciones sólidas, serenidad en el mando y capacidad para construir consensos, no un agitador instalado en la vicepresidencia.

Aquí surge una cuestión de fondo: ¿quién lleva realmente la batuta en esta fórmula? Porque gobernar no es una suma de temperamentos, sino el ejercicio de una conducción clara. Un vicepresidente que convierte cada discrepancia en espectáculo público termina debilitando al propio presidente y proyectando incertidumbre. Y un presidente que tolera esos desplantes sin marcar autoridad corre el riesgo de aparecer subordinado a los vaivenes emocionales de su acompañante. No basta con conocimiento ni con buena voluntad: para conducir un país en ruinas se necesita carácter, firmeza y claridad de mando.

Rodrigo Paz ha mostrado hasta ahora un tono más prudente y reflexivo. Pero eso ya no alcanza. Su responsabilidad es demostrar, de manera inequívoca, que la palabra final está en sus manos y que no se dejará arrastrar por la turbulencia de un vice imprevisible. De esa definición depende no sólo la estabilidad de una fórmula, sino la credibilidad de su proyecto político.

La democracia boliviana no resiste más experimentos caudillistas, vengan de la izquierda, de la derecha o de los llamados “grupos ciudadanos”. Si convertimos la rabia contra el pasado en un cheque en blanco para nuevos aventureros, volveremos a pisar la misma trampa.

La hora exige estadistas, no iluminados; dirigentes con temple, no predicadores de odio. Lo que está en juego no es un cargo, sino el futuro de la República.