Johnny Nogales Viruez
En “La civilización del espectáculo”, Mario Vargas Llosa advirtió que cuando la cultura se reduce a simple entretenimiento, la política degenera en escenografía. La campaña por el balotaje confirma esa profecía: lo que debería ser un debate de ideas se ha convertido en una competencia de frases efectistas, encuestas convertidas en oráculos y disputas de imagen.
Lo que tendría que ser una confrontación de proyectos para sacar al país de la crisis económica, institucional y moral se parece cada vez más a un cuadrilátero donde todo vale. Candidatos, estrategas y comunicadores parecen más interesados en la primicia del escándalo que en la claridad de un programa. Las redes sociales, en lugar de abrir un diálogo ciudadano, se han vuelto escenario de insultos, montajes y distracción. El brillo del espectáculo importa más que la consistencia de las propuestas.
La degradación no es sólo formal. Vargas Llosa describió una sociedad que confunde información con conocimiento y que confiere a la fama el rango de mérito. Eso ocurre hoy en Bolivia: se premia al que improvisa una ocurrencia antes que al que plantea una efectiva política pública; se viraliza la frase hiriente, no la idea sensata. La política, reducida a distracción, prescinde de verdad, de razón y de sentido de Estado.
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A esta frivolización se suma un mal más profundo: la política se vuelve táctica sin estrategia, cálculo de corto plazo, sin visión de país. Se discute quién gana una encuesta semanal o se privilegia la meta de llegar a la presidencia, pero no cómo enfrentar la crisis de divisas, la fragilidad energética o la corrupción estructural. Es la lógica del impacto inmediato que posterga las decisiones de fondo y, con ello, condena al país a repetir sus fracasos.
Esta práctica también debilita a los partidos. Las coaliciones, convertidas en maquinarias electorales que se activan sólo en campaña, renuncian a formar cuadros, elaborar propuestas o brindar formas de participación a la ciudadanía. Sin organizaciones políticas sólidas, la democracia se reduce a un duelo de personalidades que ascienden y caen con la misma rapidez con que se enciende y apaga una tendencia en redes.
Mientras tanto, los votantes oscilan entre el fanatismo y la indiferencia. Una parte se comporta como hinchada deportiva; otra, decepcionada, contempla el proceso con escepticismo, como si su voto no definiera el destino de un país al borde de una crisis sin precedentes. En ambos extremos se abdica del deber cívico de examinar propuestas y exigir compromisos verificables.
El riesgo es evidente: una democracia sin ciudadanos críticos se vuelve un juego vacío, manipulable por el populismo, los extremismos y los intereses que prosperan en la confusión. El balotaje debería ser un momento de máxima seriedad y madurez política; sin embargo, amenaza con convertirse en una representación superficial que prolongue la degradación de la República.
Bolivia necesita que la política recupere su condición de bien común: que el debate se centre en ideas, no en escándalos; en soluciones, no en artificios mediáticos. Como recordó Vargas Llosa, una sociedad que sacrifica la verdad en el altar de la diversión se empobrece espiritualmente. No permitamos que la campaña electoral, transformada en espectáculo, nos robe el futuro.