La democracia y un mal diagnóstico


El mundo democrático parece atrapado en un laberinto de informes, metáforas clínicas y advertencias que describen su crisis sin ofrecer salidas. Pero entre el miedo y la resignación se olvida algo esencial. La democracia no es un paciente en observación, sino una práctica viva que solo sobrevive cuando los ciudadanos deciden actuar.

Fuente: https://ideastextuales.com



En los últimos años hemos convertido a la democracia en paciente. La examinamos, la auscultamos, le hacemos radiografías, todo con informes y estadísticas. Cada institución internacional, cada laboratorio de ideas, cada politólogo ha levantado su propio diagnóstico. Y el resultado es siempre el mismo: la democracia está enferma. Recesión democrática, fatiga democrática, diabetes democrática. Los diagnósticos se multiplican y, como sucede en medicina, el exceso de observación produce parálisis. Sabemos todo lo que falla, pero no sabemos qué hacer. Y cuanto más la observamos, más se degrada.

Antoni Gutiérrez-Rubí, en un artículo publicado en El País de España, lo advirtió con claridad: el exceso de diagnóstico político no solo agota, sino que desactiva. La democracia, como un paciente rodeado de médicos que discuten sin cesar sobre síntomas, queda inmovilizada en la camilla. Y en esa inmovilidad germina el terreno para los aprendices de dictador. Como Donald Trump, que convirtió el lenguaje del desastre en herramienta política. Cada vez que describe a Estados Unidos como un caos terminal, ofrece al mismo tiempo la cura: él mismo. El diagnóstico —exagerado, apocalíptico— se convierte en propaganda. Y en ese juego, la democracia se ve reducida a espectáculo, un organismo inerte sobre el que otros disputan su futuro.

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

Lo que ocurre en Estados Unidos no es ajeno a América Latina. La erosión democrática avanza con paso firme en la región. Nayib Bukele gobierna bajo estado de excepción permanente en El Salvador; en México, la reforma judicial mina el equilibrio de poderes; en Brasil y Perú, la confianza en los procesos electorales ha sido atacada sin tregua. Tras décadas de transición hacia sistemas representativos, la región vive hoy un ciclo de desencanto. La democracia, que alguna vez se percibió como sinónimo de bienestar y modernidad, ha pasado a ser vista como un sistema burocrático incapaz de frenar la corrupción, garantizar seguridad o disminuir desigualdades. Y ese desencanto es la mejor carta de los populismos autoritarios.

La inquietud más honda, sin embargo, se encuentra entre los jóvenes. Estudios recientes muestran que una parte significativa de las nuevas generaciones está dispuesta a aceptar gobiernos autoritarios bajo ciertas circunstancias, o simplemente declara indiferencia entre democracia y dictadura. El síntoma más preocupante de todos es que quienes han nacido en democracia la den por desechable. Aquí el fracaso es tanto institucional, en la medida que los sistemas democráticos no han sabido demostrar que pueden garantizar un futuro mejor, como pedagógico, pues se ha dado por sentado que los valores democráticos se transmiten por inercia, como si vivir en un régimen de libertades fuera suficiente para apreciarlo.

El exceso de diagnóstico conduce a la resignación. Y la resignación no hace otra cosa que desactivar la única fuerza capaz de revertir las crisis: la acción ciudadana. La política no es un organismo que sea factible de estudiar desde fuera, ya que es un espacio que solo existe cuando lo habitamos. La democracia no sobrevive gracias a los informes ni a los discursos catastrofistas, sino gracias a los hombres y mujeres que se reconocen como iguales en un espacio común.

El desafío, entonces, es recuperar la acción. Volver a los rituales comunitarios, a los vínculos cotidianos que sostienen la vida pública. Ya sea comer juntos, conversar alrededor de una mesa, limpiar una plaza, organizar una feria, reconstruir el sentido de civismo democrático. Puede parecer mínimo frente a la magnitud de la crisis, pero allí se esconde la clave. No son las grandes reformas constitucionales ni los manifiestos solemnes los que salvan a la democracia, sino los gestos pequeños que devuelven a los ciudadanos la experiencia de lo común. En esa experiencia, la democracia respira.

Sólo al encontrarnos con quienes no son como nosotros descubrimos lo público. La desaparición de los rituales erosiona los lazos sociales. Ambos apuntan a que, sin vínculos comunitarios, la política se degrada en espectáculo. Y cuando la política se convierte en espectáculo, la democracia se vuelve farsa. La que abre la puerta al cinismo, al escepticismo que hoy recorre a las nuevas generaciones.

No se trata de nostalgia, sino de responsabilidad. La democracia se sostiene con cuidado, vigilancia, ejemplaridad pública. Necesita de ciudadanos que asuman que el poder no es una sustancia que se delega y se olvida, sino un espacio compartido que se ejerce en plural. Lo que no se cuida se corrompe, y lo que se corrompe termina por desaparecer.

Quizás la salida no sea un gran vuelco, sino una serie de pasos cortos y constantes que permitan ampliar el círculo del “nosotros”, recomponer el sentido de lo común, exigir integridad, cultivar el respeto en el disenso. Son gestos que parecen pequeños, pero en ellos se juega el porvenir de la democracia.

Por Mauricio Jaime Goio.