El exilio como testimonio del fin de la democracia boliviana


«El hombre es por naturaleza un animal político», sentenció Aristóteles, estableciendo un pilar fundamental del pensamiento occidental sobre la condición humana. Esta máxima cobra dimensión trágica cuando contemplamos la realidad de los refugiados políticos bolivianos, quienes han visto negada su naturaleza más esencial: la participación libre en la vida común de su sociedad.

En los anales de nuestra historia republicana, pocas páginas resultan tan dolorosas como las que narran el éxodo forzado de ciudadanos que, por ejercer su derecho al disentimiento, debieron abandonar el suelo patrio. Bolivia, tierra de libertadores, se encuentra hoy en la paradójica situación de expulsar a sus propios hijos cuando osan cuestionar el poder establecido, convirtiendo en realidad aquella advertencia de Hannah Arendt sobre la pérdida del «derecho a tener derechos».



La Bolivia actual ha seguido el sendero de otros regímenes autoritarios regionales. Al igual que Venezuela, Cuba y Nicaragua, nuestro país ha instrumentalizado la justicia como herramienta de persecución política, creando un sistema donde los procesos judiciales se convierten en armas contra la oposición. Este fenómeno, conocido como «lawfare» o «sicariato judicial», forma parte de una estrategia regional destinada a silenciar voces discordantes y perpetuar el control del poder.

El refugio político no constituye una elección, sino una imposición cruel del destino. Quienes hoy viven el desarraigo fueron empujados por la necesidad de preservar su integridad ante la persecución de un aparato judicial cooptado. Estos compatriotas cargan con la certeza de haber sido traicionados por la patria que juraron servir, experimentando lo que Simone Weil describiera como el desarraigo, «la más peligrosa enfermedad de las sociedades humanas».

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La historia universal enseña que las sociedades que persiguen a sus pensadores y disidentes se condenan a la mediocridad intelectual y el estancamiento moral. Los refugiados políticos bolivianos no son criminales, sino custodios de una conciencia crítica que el poder considera incómoda. Su único delito: pensar con autonomía y expresar sus convicciones sin temor. Como observó Voltaire, «no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo», máxima olvidada por quienes ejercen el poder en nuestra patria.

El análisis regional revela un patrón inquietante: la así llamada democracia boliviana comparte características alarmantes con los regímenes de Venezuela, Cuba y Nicaragua. En todos estos casos, la justicia se ha transformado en instrumento de venganza política donde fiscales y jueces actúan como sicarios del poder, ejecutando órdenes políticas bajo el disfraz de procedimientos legales.

El derecho internacional reconoce que ningún ser humano debe sufrir persecución por sus ideas políticas. Esta conquista civilizatoria no constituye una concesión graciosa sino el reconocimiento de una dignidad inherente a la condición humana. Atacar a quienes buscan refugio por motivos políticos equivale a negar los fundamentos de las sociedades democráticas, principios que Kant sintetizó en su imperativo categórico: tratar a la humanidad siempre como un fin y nunca como un medio.

Los refugiados políticos bolivianos no han abandonado su compromiso patrio; lo han llevado a tierras lejanas donde continúan siendo testigos de nuestras contradicciones y guardianes de nuestra memoria histórica. Son cronistas involuntarios de una democracia que se erosiona, voces que desde la distancia denuncian aquello que desde adentro se prefiere silenciar.

El sicariato judicial que se practica en Bolivia, como en Venezuela, Cuba y Nicaragua, constituye una violación sistemática de los derechos humanos. Cuando jueces y fiscales se convierten en ejecutores de venganzas políticas, cuando los procesos se diseñan para perseguir opositores, estamos ante la muerte de la democracia y el nacimiento de la tiranía.

La defensa de los refugiados políticos trasciende consideraciones partidarias para situarse en el terreno de los principios universales. Una nación que no protege a sus ciudadanos perseguidos, que no trabaja para crear las condiciones de su eventual retorno, es una nación que ha perdido el rumbo moral e hipoteca su futuro democrático.

El exilio político no debería existir en pleno siglo XXI, mucho menos en un país que se precia de haber conquistado su independencia luchando contra la opresión. La historia juzgará con severidad a quienes hoy persiguen a los refugiados políticos bolivianos, pero será generosa con quienes supieron tender puentes de solidaridad hacia esos compatriotas que llevan en su equipaje de exiliados el sueño intacto de una Bolivia libre y verdaderamente democrática, recordando las palabras de Camus: «La patria no se lleva en las suelas de los zapatos, sino en el corazón».

 

 

Por Mauricio Ochoa Urioste

El autor es abogado.