Cuando el descarado da la cara: el OPCE “inútil” que informa cuando ya no hay nada que hacer


Por Misael Poper

En educación, el tiempo es un bien no renovable. Cada cohorte que termina el año sin haber aprendido lo esencial es una oportunidad perdida que no vuelve. Por eso, evaluar a tiempo no es un capricho tecnocrático: es un acto de justicia con los estudiantes. En Bolivia, sin embargo, el Observatorio Plurinacional de la Calidad Educativa (OPCE) aparece tarde, mal y nunca; con diagnósticos que confirman lo que ya intuíamos en aulas, pasillos y reuniones de padres: brechas profundas y aprendizajes precarios. Y lo hace al final de la gestión escolar y en la recta final de ciclos políticos, cuando los márgenes de rectificación son mínimos. ¿De qué sirve el informe cuando la casa ya se incendió?



Si no se evalúa, se devalúa

La educación se deteriora silenciosamente cuando se deja de medir lo que importa. Decimos “calidad” y pensamos en currículo, mallas, enfoques holísticos e interculturales; en formación docente inicial y en planes bonitos. Todo eso importa. Pero sin evaluación seria, periódica y pública, el sistema se convierte en un conjunto de buenas intenciones no verificables. Si no se evalúa, se devalúa: se devalúa el esfuerzo del estudiante responsable, del maestro que sí prepara sus clases, de la comunidad que sostiene la escuela.

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Fui docente. A mí me pedían evaluaciones constantes: diagnósticos, formativas, sumativas, rúbricas y recuperatorios. Nos medían a nosotros, y bien que lo hacían. Pero ¿quién mide al sistema? ¿Quién mide a las políticas, a los programas, al currículo que nos piden implementar, a la formación continua que prometen, a la dotación que nunca llega, a la conectividad que no existe? El OPCE tenía que ser ese actor. Hoy, más que observador, parece espectador.

Un observatorio sin sentido de urgencia

El OPCE debería ser el primer responsable en el banquillo cuando fallan los aprendizajes: no por ser culpable de todo, sino por no haber advertido con tiempo, por no haber instalado cultura de evidencia y por no haber exigido correcciones con el peso de sus datos. Su misión no es publicar papers elegantes ni ruedas de prensa de cierre de año; su misión es detonar mejoras a mitad de camino, con alertas tempranas que obliguen a ajustar el rumbo este trimestre, no el siguiente gobierno.

Tres problemas lo delatan:

  1. Periodicidad errática. Las mediciones grandes llegan como cometa Halley. Un sistema serio necesita calendario fijo: qué grados se evalúan, en qué meses, con qué instrumentos, y cuándo se devuelven resultados a cada escuela.
  2. Devolución tardía y poco útil. La data llega cuando ya no hay nada que remediar. La evaluación debe volver al aula en semanas, con reportes claros por escuela y por docente, con recursos remediales listos para aplicar.
  3. Baja consecuencia pública. Si los resultados son malos y no pasa nada, la evaluación se vuelve un ritual sin dientes. Debe haber consecuencias positivas (apoyo, tutorías, materiales, mentorías) y consecuencias políticas (rendición de cuentas de quienes toman decisiones).

No es (solo) el currículo ni (solo) el maestro

La tentación es encontrar chivos expiatorios: “la malla no sirve”, “el enfoque no funciona”, “el maestro no sabe”. Reducir el problema a una sola pieza es una coartada. La calidad es sistémica: currículo pertinente, docentes acompañados y evaluados con propósito formativo, infraestructura digna, materiales a tiempo, conectividad real, jornadas completas, liderazgo escolar y, sobre todo, gestión basada en datos.

Evaluar no es castigar: es iluminar. La evaluación bien hecha le dice al maestro dónde ajustar, al director cómo reorganizar, al municipio qué reparar y al ministerio qué política cambiar. La evaluación mal hecha llega tarde, es opaca o incomprensible, se usa para propaganda o para linchar. El problema de fondo no es el enfoque curricular ni la modalidad de formación per se; es la ausencia de un circuito de evaluación-acción que convierta diagnóstico en mejora inmediata.

Competencias sí, pero con evidencia

Se pregona que “ahora se trabaja por competencias”. Bien. Demostremos que esas competencias avanzan. ¿Los estudiantes argumentan mejor? ¿Resuelven problemas novedosos? ¿Escriben con coherencia? ¿Interpretan datos? Eso se puede y debe medir con instrumentos válidos, comparables, plurilingües cuando corresponda, y con cortes trimestrales para gatillar apoyo remedial. Sin medición periódica, las competencias son un eslogan.

Lo que el OPCE tendría que estar haciendo (ayer)

  • Calendario nacional de evaluación con fechas fijas (inicial, 3.º y 6.º de primaria, 2.º y 5.º de secundaria): aplicación en abril y septiembre; devolución a escuelas en 30 días; informe público semestral.
  • Tablero de control público (por municipio y unidad educativa) con semáforos de aprendizaje, brechas y tendencias, resguardando datos personales.
  • Paquetes remediales vinculados a resultados: guías de reenseñanza, microlecciones, bancos de ítems liberados, tutorías focalizadas y acompañamiento in situ de mentores docentes.
  • Evaluación docente formativa, no punitiva: observación de clase con retroalimentación, metas acordadas y apoyo profesional; incentivos a quien mejora demostrablemente los aprendizajes.
  • Auditorías de condiciones mínimas: horas efectivas de clase, asistencia, dotación de textos, laboratorio y conectividad; sin condiciones, no hay magia pedagógica.
  • Experimentos de política (pilotos con evaluación de impacto) antes de escalar discursos: primero evidencia, luego decreto.
  • Blindaje institucional: autonomía técnica, publicación íntegra de microdatos, comité independiente de metodología y un defensor del usuario (escuelas y familias) para asegurar que los reportes sirvan.

¿Y el ciclo político?

La calidad educativa no cabe en un periodo de gobierno. Las evaluaciones deben trascender al partido de turno. Cuando el OPCE aparece solo al final, parece cómplice del calendario político. La educación exige rutina, disciplina y memoria: medir, comparar, aprender, corregir… y volver a medir. Si cada ciclo reinicia el contador, los estudiantes pagan la factura.

El verdadero “protagonista”

El protagonista de esta historia no es el currículo ni la retórica pedagógica; es la evaluación o su ausencia. Y hoy, el OPCE, que debería ser protagonista de la mejora, termina acusado por omisión: informar cuando ya no hay nada que hacer es, en educación, casi una forma de abandono.

La salida es clara y posible: medir pronto, devolver rápido, actuar ya. Menos conferencias, más tableros con datos útiles; menos declaraciones grandilocuentes, más tutorías y reenseñanza; menos “observatorio”, más alertas tempranas. Porque en educación, tarde casi siempre es nunca. Y porque si no se evalúa, se devalúa.