Casa de brujas en la era digital


La historia de Estados Unidos, cada tanto, se repite en torno a un mismo tema: la persecución del enemigo interno. Del Salem colonial al macartismo de los cincuenta, al movimiento «me too» y de allí a la era Trump, el país repite sus cazas de brujas con nuevos rostros y nuevas hogueras. Hoy, tras el asesinato de Charlie Kirk, la disidencia vuelve a ser tratada como traición y la crítica como delito. En la plaza digital, la democracia se juega su oxígeno: la libertad de disentir.

Fuente: Ideas Textuales



En Estados Unidos, la historia parece moverse en círculos. Cada tanto, el país que se proclama “tierra de los libres” revive una de sus pulsiones más oscuras: la búsqueda de enemigos internos. El miedo convertido en instrumento de poder, la sospecha que se transforma en condena. Así ocurrió en 1692 en el ciudad de Salem, en los años cincuenta del siglo XX con el macartismo, no hace 10 años las cancelaciones de me too y ahora vuelve a ocurrir bajo la administración Trump. Los más actuales con un clima que mezcla redes sociales, listas negras y un largo ciclo de cancelaciones y persecuciones políticas.

La muerte del activista conservador Charlie Kirk, asesinado en septiembre de 2025, no solo sacudió a la opinión pública, fue transformada en combustible político. Casi instantáneamente se pasó del duelo a la inquisición. Profesores despedidos, periodistas silenciados, humoristas censurados. La consigna no es debatir, sino castigar.

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La novedad del último episodio está en el escenario. Las hogueras ya no se encienden en los tribunales ni en las audiencias televisadas, sino en las redes sociales. Allí, un tuit o una broma malinterpretada bastan para encender el linchamiento. Sitios como Expose Charlie’s Murderers recopilan nombres, direcciones y lugares de trabajo de quienes critican al fallecido. Influencers conservadores se turnan para amplificar acusaciones. Y las universidades, corporaciones y medios, temerosos de sanciones o pérdida de contratos, ceden ante la presión. Así fue como Disney suspendió a Jimmy Kimmel después de que el comediante ironizara sobre la utilización política de la tragedia.

El paralelismo con el macartismo resulta evidente. En ambas épocas, la disidencia se confunde con la deslealtad y se invoca una amenaza existencial para justificar la persecución. En los cincuenta, fue el comunismo. Hoy, son el progresismo, las políticas de diversidad, cualquier crítica al nacionalismo cristiano que inspiraba a Kirk. El mismo esquema maniqueo de “gente buena” contra “élite corrupta”, pero multiplicado por la velocidad de la viralización digital.

Gran parte de la explicación de este nuevo movimiento persecutorio puede entenderse como una respuesta —e incluso como una revancha— frente a las cancelaciones impulsadas por el movimiento Me Too. Durante la última década, sectores progresistas y feministas lograron instalar en la agenda pública la necesidad de responsabilizar a figuras de poder por sus abusos, especialmente en la industria del entretenimiento y la política. Aquella ola de denuncias derivó en despidos, juicios y sanciones que, para muchos conservadores, fueron percibidas como un tribunal paralelo que vulneraba derechos elementales como la presunción de inocencia o la libertad de expresión. Esa memoria reciente funciona hoy como justificación para que la derecha radical haya invertido el dispositivo: si ellos fueron “víctimas de la cancelación”, ahora se arrogan el derecho a cancelar a los otros, esta vez con el aparato del Estado y el respaldo de las redes sociales.

Lo que comenzó como una lucha por visibilizar abusos estructurales, terminó generando un resentimiento cultural que la administración Trump ha sabido capitalizar. El nuevo macartismo digital se alimenta de ese malestar y lo convierte en arma política: la revancha contra el Me Too ya no es simbólica, sino institucionalizada. La lógica es espejo: si ayer las celebridades, directivos y políticos fueron puestos en la picota pública por acusaciones de acoso o misoginia, hoy son los docentes, periodistas y críticos quienes son señalados y despedidos por sus comentarios sobre Charlie Kirk o por cuestionar el relato oficial. En ambos casos, el castigo social precede a cualquier debate democrático; lo que cambia es quién lo ejerce y con qué objetivos.

El trasfondo cultural explica mucho de esta deriva. La democracia estadounidense convive con una pulsión autoritaria que resurge en tiempos de crisis. Si ayer fueron comunistas o empleados públicos homosexuales durante el “Lavender Scare”, personajes públicos o gente con poder durante el me too, hoy son docentes, periodistas y ciudadanos comunes que no lloran lo suficiente a un mártir conservador. El puritanismo de fondo se repite. Siempre hay una herejía que extirpar, un enemigo al que acusar de corromper la nación.

Quienes se quejaban de haber sido “cancelados” en universidades progresistas han construido ahora un aparato de cancelación mucho más eficaz, con consecuencias laborales, legales y sociales devastadoras. La llamada “cultura de la cancelación” ya no es patrimonio de la izquierda. Es un arma arrojadiza que la derecha convirtió en maquinaria política, con el Estado como aliado y las corporaciones como cómplices.

El peligro mayor es la naturalización del miedo. Cuando un profesor evita opinar en clase por temor a perder su trabajo, cuando los periodistas piensan dos veces antes de escribir una columna, cuando los comediantes miden cada chiste, la democracia se empobrece. Y no muere de golpe, sino por acumulación de silencios. Así fue en los cincuenta, y así podría ser ahora si nadie se atreve a preguntar, como aquel abogado del ejército le dijo a McCarthy en una audiencia televisada: “¿No tiene usted sentido de la decencia?”.

Lo que ocurre hoy en Washington no es un episodio aislado, sino un espejo que interpela al resto del mundo. En sociedades polarizadas, la tentación de usar el miedo como arma de poder siempre está al acecho. La pregunta es si la sociedad estadounidense, y con ella todas las democracias en crisis, tendrán la valentía de recordar que el oxígeno de la vida pública es el diálogo y que sin disidencia no hay libertad posible.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideas Textuales