La dogmática penal contemporánea atraviesa un proceso de profunda transformación. La noción clásica del derecho penal como un sistema de garantías orientado a sancionar conductas que lesionan bienes jurídicos determinados ha sido progresivamente reemplazada por una tendencia expansiva, caracterizada por la criminalización preventiva, el endurecimiento punitivo y la flexibilización de principios procesales. En este marco, la teoría del derecho penal del enemigo propuesta por Günther Jakobs cobra actualidad en la coyuntura boliviana, donde el discurso político y legislativo sobre la corrupción, la inseguridad ciudadana y la criminalidad organizada ha legitimado normas que se apartan del derecho penal de los ciudadanos para instaurar un régimen de excepción permanente.
La idea de la sociedad en riesgo constituye un punto de partida imprescindible. Ulrich Beck sostuvo que la modernidad tardía produce riesgos globales e incontrolables que las instituciones jurídicas intentan gestionar mediante un refuerzo del control social. En Bolivia, este fenómeno se expresa en el temor social frente a la corrupción endémica, la violencia criminal, el narcotráfico y las organizaciones ilícitas transnacionales. Estos riesgos, magnificados en el discurso público, generan una demanda de respuestas inmediatas y ejemplarizantes, lo cual empuja al legislador a recurrir a lo que la doctrina denomina derecho penal simbólico: la promulgación de normas de fuerte contenido retórico y punitivo, cuya finalidad no es tanto prevenir eficazmente el delito como tranquilizar a la ciudadanía mediante mensajes de severidad.
El derecho penal simbólico se evidencia en la creación de tipos penales de redacción abierta, en la multiplicación de agravantes automáticas, en la ampliación de plazos procesales y en la restricción de beneficios penitenciarios. En Bolivia, la Ley 004 de Lucha contra la Corrupción, entre otras, ilustra esta lógica. La imprescriptibilidad de los delitos de corrupción, la retroactividad de disposiciones punitivas y la admisión de juicios en rebeldía son mecanismos simbólicos que buscan transmitir un mensaje de “tolerancia cero” frente a quienes ponen en riesgo el patrimonio público, aunque al hacerlo se erosionen garantías fundamentales como la presunción de inocencia y la seguridad jurídica.
Aquí se revela el núcleo del derecho penal del enemigo: mientras el ciudadano es considerado sujeto de derechos, el “enemigo” es tratado como una amenaza a neutralizar. El derecho penal del enemigo no se preocupa por la proporcionalidad, sino por la peligrosidad; no busca reinsertar, sino excluir. En la coyuntura boliviana, el servidor público sospechoso de corrupción, el narcotraficante o incluso el opositor político pueden ser colocados en esa categoría de “enemigo”, donde se justifican medidas excepcionales de investigación, prisión preventiva prolongada y sanciones imprescriptibles.
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Desde una lectura crítica y altruista, el riesgo de este modelo es que, bajo el argumento de proteger a la sociedad de los riesgos modernos, se legitime un derecho penal de excepción que debilita los fundamentos del Estado constitucional de derecho. El derecho penal simbólico genera expectativas sociales imposibles de cumplir: las normas severas no erradican por sí mismas la corrupción ni el crimen organizado, pero sí consolidan un sistema represivo selectivo, que recae principalmente en sectores vulnerables o en adversarios políticos.
En este sentido, la dogmática penal boliviana enfrenta el reto de no confundir eficacia con espectacularidad. La lucha contra la corrupción y el crimen requiere fortalecer la institucionalidad judicial, garantizar la independencia de jueces y fiscales, y consolidar mecanismos de transparencia y control social. El derecho penal, utilizado como un arma simbólica y enemiga, termina siendo un remedio peor que la enfermedad, pues institucionaliza la excepcionalidad y debilita la confianza ciudadana en el sistema de justicia.
El examen crítico de la coyuntura penal boliviana muestra que los matices del derecho penal del enemigo ya están presentes: el discurso de la sociedad en riesgo legitima normas simbólicas; estas normas, a su vez, desplazan garantías clásicas del debido proceso; y el resultado final es la construcción de un derecho penal de enemigos, que amenaza con fracturar el delicado equilibrio entre seguridad y libertad.
En conclusión, una mirada reflexiva exige recordar que el verdadero enemigo de la democracia no es únicamente el corrupto o el criminal organizado, sino también la tentación de sacrificar garantías constitucionales en nombre de la eficacia. Bolivia necesita un derecho penal firme, sí, pero siempre dentro del marco del Estado constitucional, donde incluso frente al riesgo y la indignación social, la persona sea tratada como sujeto de derechos y no como enemigo. Solo así la lucha contra el delito dejará de ser simbólica y pasará a ser una política de justicia genuina, legítima y sostenible.
Autor. Carlos Pol Limpias, Doctor en Derecho Constitucional con maestría en Derecho Penal y Procesal Boliviano.