La revolución contra el olvido


 

Por primera vez, anticuerpos y biomarcadores permiten ralentizar la progresión del Alzheimer y detectar señales años antes de los síntomas. La pregunta que sigue es tanto clínica como ética: ¿quién accederá a ese tiempo ganado y cómo transformará eso las prácticas culturales del cuidado y la memoria?

Un especialista revisa un escáner cerebral. En la pantalla se iluminan, como pequeños archipiélagos, los depósitos de beta-amiloide que corroen la memoria. Ese mapa del deterioro podría, por primera vez en la historia, cambiar de rumbo. No hablamos de curación, sino de algo que va a ralentizar el avance del Alzheimer. Ganar tiempo. Seis meses, un año. Lo suficiente para que un padre siga reconociendo a su hija, para que una pareja conserve aún algunas conversaciones antes de que el silencio lo cubra todo.



El anuncio de que fármacos como el lecanemab y el donanemab reducen hasta un 35% la progresión del alzhéimer ha encendido una luz de esperanza. Aquellos porcentajes que para un médico son escalas y gráficos, para los efectados puede significar más desayunos compartidos o más recuerdos sostenidos en una frágil arquitectura del cerebro. Junto a la promesa la controversia. Precios cercanos a los 24.000 euros por paciente al año, efectos secundarios que incluyen hemorragias cerebrales y la certeza de que, al menos al inicio, solo un 5% de quienes padecen Alzheimer podrán acceder a ellos.

La ciencia se sostiene con cifras, la cultura con lo que le hace sentido. La pregunta no es solo cuánto cuesta ralentizar el olvido, sino también quién tendrá derecho a hacerlo. En sociedades atravesadas por desigualdades, la memoria corre el riesgo de convertirse en un privilegio de clase. Y, sin embargo, pese a las sospechas hacia las farmacéuticas o a la prudencia de agencias reguladoras, definitivamente el Alzheimer ya no es un destino ineluctable.

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La otra gran revolución ocurre en los diagnósticos. Los biomarcadores plasmáticos permiten, con una extracción de sangre, detectar huellas bioquímicas de la enfermedad años antes de que aparezcan los primeros olvidos. Esto permite saber antes de tiempo que la memoria puede quebrarse, anticipar lo que hasta hace poco se aceptaba como parte del envejecimiento natural.

Es aquí la biología se cruza con la ética. ¿Qué significa para una persona de 50 años recibir la noticia de que porta las proteínas asociadas al alzhéimer? ¿Es ese conocimiento un alivio o una condena anticipada? La información no llega sola, exige marcos culturales para soportarla. Saber, en este caso, es también cargar con un futuro escrito en los pliegues del cerebro.

Un informe científico identificó 14 factores de riesgo evitables, desde el tabaco y la hipertensión hasta la contaminación y el sedentarismo, que explican casi la mitad de las demencias. La plasticidad del cerebro revela así una faceta cultural. La memoria no se defiende solo en los laboratorios, también en las calles, en los parques, en la mesa familiar. Ejercicio físico, buena alimentación, estimulación cognitiva, vida social activa. Es indudable que la biología se moldea a partir de hábitos, y esos hábitos se transmiten culturalmente.

No es casual que la prevención se asocie a estilos de vida más accesibles para algunos sectores que para otros. La desigualdad social vuelve a irrumpir en el terreno más íntimo: el cuidado de la memoria. Una sociedad que naturaliza la precariedad está, sin quererlo, sembrando el terreno para que el alzhéimer avance con mayor fuerza.

La memoria no debe entenderse exclusivamente como un archivo neuronal.  Es primordialmente un relato colectivo, un conjunto de símbolos, lenguajes y ritos que nos permiten reconocernos en otros. Las sociedades recuerdan a través de monumentos, canciones, genealogías, fotografías, del mismo modo que los individuos lo hacen con imágenes y palabras. Cuando el Alzheimer borra la memoria individual, la cultura funciona como un dispositivo compensatorio, un sostén que preserva identidades en riesgo de desvanecerse. Cuidar la memoria, entonces, no es solo una cuestión médica, sino una tarea cultural. Mantener vivas las narraciones es, en esencia, algo compartido que nos dice quiénes somos.

A diferencia del cáncer o el VIH, que movilizaron activismos capaces de transformar políticas, el Alzheimer permanece envuelto en silencio. Lo explica el hecho que es una dolencia que afecta, sobre todo, a personas mayores, un grupo social sin voz poderosa en la esfera pública. En muchos países, se sigue confundiendo con el envejecimiento normal, lo que refuerza esa sensación de que poco se puede hacer.

Pero el avance de la ciencia desafía esa resignación. El Alzheimer no es solo un destino inevitable, sino un campo de disputa cultural. Y esa disputa se juega también en lo cotidiano: en las mujeres que cargan con el cuidado, en los hijos que responden pacientemente la misma pregunta una y otra vez, en los amigos que sostienen conversaciones que se desvanecerán en minutos. Allí, en el terreno doméstico, la memoria se distribuye y se comparte. Cuando uno olvida, otros recuerdan por él.

Lo que está en juego no es solo el futuro de una enfermedad, sino la manera en que entendemos la vejez y el cuidado. La biología abre la puerta a ganar tiempo, pero es la cultura la que define qué hacemos con esos meses extra. ¿Se convertirán en un lujo para pocos? ¿O en una oportunidad colectiva de repensar cómo envejecemos?

El alzhéimer, en su crudeza, nos recuerda que: la identidad no se agota en la biología de las neuronas. Incluso cuando alguien deja de reconocerse a sí mismo, sigue siendo reconocido por otros. Somos memoria, sí, pero también somos vínculo. La revolución contra el Alzheimer, entonces, no será completa mientras no aprendamos a cuidar a los nuestros.

Quizá dentro de algunos años podamos mirar atrás y descubrir que esta enfermedad, que comenzó borrando recuerdos, nos obligó a recordar lo que somos. En esencia seres interdependientes, capaces de resistir al olvido no solo con fármacos, sino también con lazos, con palabras, con cuidados. La verdadera revolución será, al final, tanto biológica como cultural.

Por Mauricio Jaime Goio.