La Ley N.º 004 de Lucha Contra la Corrupción, Enriquecimiento Ilícito e Investigación de Fortunas “Marcelo Quiroga Santa Cruz”, promulgada en Bolivia en 2010, constituye uno de los pilares normativos más ambiciosos en la lucha contra la corrupción. Sin embargo, su estructura dogmática y procesal revela tensiones propias de lo que Günther Jakobs conceptualizó como Derecho Penal del Enemigo: un derecho penal que no trata al ciudadano como sujeto de derechos, sino como enemigo a neutralizar por el grado de peligrosidad que representa para el orden social y político.
Desde una lectura constitucional y de teoría del delito, la Ley 004 introduce figuras penales que se apartan del modelo garantista clásico, adoptando rasgos de un derecho penal expansivo y simbólico. Así, la retroactividad de la ley penal para delitos de corrupción, la imprescriptibilidad de la acción penal, la inversión de la carga de la prueba en delitos patrimoniales vinculados al Estado, y la admisión de juicios en rebeldía, constituyen mecanismos que, si bien persiguen fines legítimos —la protección del patrimonio público y la moralidad administrativa—, erosionan principios elementales como la seguridad jurídica, la presunción de inocencia y la igualdad procesal.
La dogmática penal clásica entiende que el delito es una conducta típica, antijurídica y culpable. No obstante, al revisar los tipos penales creados o reforzados por la Ley 004, se observa que la tipificación del enriquecimiento ilícito, tanto de servidores públicos como de particulares se estructura de manera abierta, con elementos normativos indeterminados que facilitan su aplicación expansiva. El tipo objetivo se asienta en el incremento patrimonial injustificado, presumiendo en ocasiones la ilicitud del mismo, sin exigir prueba plena del nexo causal entre el incremento y una conducta criminal previa. Este diseño abre la puerta a lo que la doctrina denomina un derecho penal de autor, más preocupado por la peligrosidad del sujeto que por la conducta demostrada en juicio.
En el plano filosófico, ello refleja la lógica del derecho penal del enemigo, donde el imputado de corrupción deja de ser un ciudadano plenamente protegido por garantías procesales, para ser tratado como una amenaza estructural al orden democrático y al desarrollo económico. El legislador, amparado en la indignación social contra la corrupción, configura un marco normativo que prioriza la eficacia represiva sobre la proporcionalidad y las garantías, instaurando un modelo de excepcionalidad permanente.
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Ahora bien, es necesario reconocer que el contexto boliviano de alta corrupción institucional y patrimonialismo político motivó la creación de una normativa enérgica. Desde un enfoque comparado, medidas similares se han observado en legislaciones de América Latina y Europa del Este, donde la corrupción fue tratada como una forma de criminalidad organizada que amenaza la gobernabilidad. Sin embargo, trasladar herramientas excepcionales a un régimen ordinario erosiona la legitimidad misma del sistema penal y debilita la supremacía de la Constitución.
La jurisprudencia constitucional boliviana ha intentado equilibrar estas tensiones. El SCP 0106/2014 y el SCP 0735/2017, por ejemplo, reconocen que la imprescriptibilidad y la retroactividad en delitos de corrupción se justifican en virtud de compromisos internacionales asumidos por el Estado (Convención de Mérida, Convención Interamericana contra la Corrupción). Sin embargo, la misma jurisprudencia reconoce la necesidad de mantener el núcleo duro de las garantías constitucionales, evitando que el combate a la corrupción derive en persecución política o criminalización excesiva. El Tribunal Constitucional, en algunos casos, ha advertido que el uso indiscriminado del juicio en rebeldía puede vulnerar el debido proceso si no se asegura el derecho a la defensa técnica.
La crítica central es que la Ley 004, en su afán de blindar al Estado contra la corrupción, corre el riesgo de institucionalizar un derecho penal de excepción, en el cual ciertos acusados son tratados no como ciudadanos, sino como enemigos cuya sola existencia patrimonial sospechosa legitima la intervención punitiva. Este modelo, aunque pueda resultar eficaz en el corto plazo, genera en el largo plazo desconfianza en el sistema judicial y debilita la legitimidad de las instituciones democráticas.
En conclusión, la Ley 004 encarna un híbrido normativo: por un lado, responde a compromisos internacionales y a la necesidad real de combatir un flagelo estructural como la corrupción; pero, por otro, incorpora rasgos propios del derecho penal del enemigo, que tensionan los principios de legalidad, proporcionalidad y debido proceso. El desafío para la dogmática penal y constitucional boliviana consiste en reinterpretar y aplicar la Ley bajo un enfoque garantista, rescatando la eficacia en la lucha anticorrupción, sin convertir al adversario político o al servidor público cuestionado en un enemigo a eliminar. Solo así se logrará un equilibrio entre la protección del patrimonio público y la vigencia plena del Estado constitucional de derecho.