La muerte de Jane Goodall no solo marca el final de una biografía excepcional, sino también el cierre de un relato que trastocó nuestras certezas más profundas. La mujer que se atrevió a dar nombre a los chimpancés y a reconocerse en sus gestos nos obligó a repensar la frontera entre lo humano y lo animal. Científica sin credenciales formales al inicio, activista incansable después, Goodall encarnó el mito de la continuidad entre naturaleza y cultura, y el de la urgencia de defender la vida en todas sus formas.

La primatóloga británica Jane Goodall falleció a los 91 años mientras daba una serie de conferencias en California, demostrando que la vida, incluso en su ocaso, no era un lugar para la pasividad. Su partida no solo nos priva de una voz lúcida en la defensa del planeta. Nos obliga a mirar de frente el mito que encarnó durante más de seis décadas. El de la mujer que tendió un puente entre los hombres y los chimpancés, borrando la frontera más férrea de nuestra cultura: la que separa a la humanidad del resto de los animales.

Goodall nació en Londres en 1934, pero la escena inaugural de su biografía parece salida de un cuento. Una niña recibe de sus padres un peluche al que llama Jubilee, y sin saberlo, abraza el primer capítulo de una historia que transformaría la ciencia. No resulto casual. Fue un símbolo de infancia, una semilla de su destino. Jubilee fue un ensayo de la gran obra que vendría, un anticipo de la intimidad que años después cultivaría con los chimpancés del Parque Nacional de Gombe, en Tanzania. Allí llegó en 1960, con apenas 26 años y sin títulos académicos que la avalaran. Louis Leakey, el paleoantropólogo que también desmontó viejas verdades sobre nuestros orígenes, confió en que esa joven con una curiosidad insaciable podía mirar lo que otros no habían visto.



Y no cabe duda que vio. Vio a los chimpancés fabricar y usar herramientas, poniendo en jaque la idea de que la tecnología era un patrimonio exclusivamente humano. A los primates organizarse en clanes, abrazarse, reír y llorar, pero también guerrear y matarse entre ellos. Lo que nadie había registrado antes: que las emociones, la violencia y la ternura no son monopolios de nuestra especie. Al dar nombres propios a los chimpancés en lugar de numerarlos, Goodall realizó una declaración cultural: los animales dejaban de ser objetos y se convertían en sujetos.

En 1964 una fotografía tomada por su esposo selló la dimensión mítica de su trabajo. En ella aparece agachada, extendiendo su mano hacia Flint, un chimpancé recién nacido. Flint responde con un gesto idéntico, como si en esa escena deliberadamente representaran la Creación de Adán de la Capilla Sixtina. La comparación con Miguel Ángel no es gratuita. Allí donde la pintura renacentista marcaba la distancia entre Dios y el hombre, Goodall y Flint señalaban la continuidad entre lo humano y lo animal. Esa imagen, reproducida en revistas, documentales y libros, representó su certeza de que la humanidad no es la única depositaria de la inteligencia, la emoción o la memoria.

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La historia de Jane Goodall no se agotó en la investigación científica. Con los años, se convirtió en una figura pública que llevó la conciencia ecológica a escenarios globales. Fundó en 1977 el Jane Goodall Institute y lanzó el programa Roots & Shoots, que movilizó a millones de jóvenes en más de cien países para defender la biodiversidad. Su mensaje, repetido con la insistencia de un mantra, era claro: lo que haces marca la diferencia, y debes decidir qué tipo de diferencia quieres hacer. Frase que funcionó como regla moral de una época en la que el planeta empezó a mirarse a sí mismo con miedo.

Sin embargo, la fuerza cultural de Goodall no residía solo en su activismo, sino en la contradicción que supo encarnar. Cuanto más reconocía en los chimpancés conductas humanas, más ponía en cuestión nuestra supuesta excepcionalidad. Y al mismo tiempo, cuanto más semejantes se nos volvían esos animales, más evidente era la singularidad humana que nos permitía contar sus historias. Su legado no resuelve la frontera entre naturaleza y cultura, la vuelve difusa, inestable y ambigua.

En un mundo que hoy enfrenta la crisis climática, la pérdida acelerada de especies y la devastación ambiental, la vida de Goodall se parece a los mitos que narran combates imposibles. La epopeyas míticas del héroe que no vence, pero que funda un legado que crea conciencia. Jane Goodall no detuvo el avance del desastre ecológico, pero nos dejó la convicción de que el destino común no puede pensarse sin los animales que nos acompañan.

La noticia de su muerte resuena como un cierre simbólico. Su gesto de extender la mano hacia Flint seguirá repitiéndose en nuestra memoria cultural, como recordatorio de que la humanidad se reinventa en el cruce con lo que había considerado ajeno. Goodall fue un mito moderno, y como todo mito se revitaliza en las historias que contemos sobre ella.

En esa frontera difusa que trazó entre los hombres y los animales, entre la cultura y la naturaleza, Jane Goodall nos enseñó una lección simple y profunda: reconocernos en los otros no disminuye lo que somos, lo amplifica.

 

In memoriam.

Por Mauricio Jaime Goio.