Cuando la política parece agotada, la cultura la renueva. Con banderas de anime, consignas nacidas en videojuegos y símbolos de un mundo digital, la Generación Z inventa una forma inédita de protesta global que desafía gobiernos y redefine el espacio público.
La sesuda y grave solemnidad política del siglo XX se va retirando lentamente, jubilada al mismo ritmo que desaparecen sus protagonistas y sus instituciones envejecidas. Para quienes habitamos ese siglo, esa pérdida se percibe como un drama, como el final de una época donde la política aún conservaba un aire de seriedad trascendental. Pero para los jóvenes que crecieron en el mundo digital, esa solemnidad resulta más un estorbo que una herencia. Para ellos no hay melancolía, sino la oportunidad de un cambio de folio. La renovación que anuncian no se construye sobre las viejas liturgias políticas, sino sobre un andamiaje cultural emergente, para reinventar la manera de estar juntos en lo público.
Así es como en Katmandú ardió el Parlamento. O en Lima flameó una bandera pirata sacada de un manga japonés. O en Rabat gritaron “hospitales, no estadios”. Escenas quizás dispersas en el mapamundi, pero que dibujan un mismo gesto cultural. Jóvenes nacidos entre los noventa y los dos mil irrumpen en la esfera pública con un lenguaje que no se parece a nada que hayamos visto antes. Con estéticas del anime, códigos de internet, memes, hashtags y símbolos compartidos que atraviesan continentes.
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La llamada Generación Z, primera en haber crecido por completo dentro del universo digital, convirtió la cultura en arma política. Allí donde sus mayores levantaban banderas nacionales o ideológicas, ellos agitan imágenes de One Piece, transformando un dibujo animado en estandarte de libertad. Allí donde los partidos repiten consignas solemnes, ellos viralizan etiquetas como #NepoBabies para denunciar el nepotismo y la corrupción. No se trata de un detalle pintoresco, sino de la emergencia de un nuevo idioma colectivo. Estas protestas, fundamentalmente, expresan un cambio cultural.
En Nepal, la chispa fue el bloqueo de redes sociales. Lo que pretendía ser censura terminó convirtiéndose en un potente detonante. Una generación que vive en línea defendió su espacio vital. La prohibición fue percibida como un ataque a la forma misma en que construyen vínculos, identidad y comunidad. La cultura digital se convirtió en el terreno de lo político. Y en las calles, con pancartas improvisadas y símbolos globales, nació un nuevo repertorio de protesta.
En Madagascar, los cortes de luz se transformaron en metáfora de un país a oscuras. En Serbia, la caída del techo de una estación ferroviaria fue transformado en símbolo de la ruina de un sistema corroído. En Marruecos, los estadios del Mundial contrastaron con la ausencia de hospitales, y esa contradicción se hizo cultura compartida a través de la consigna “hospitales, no estadios”, que viajó de TikTok a las paredes de Rabat. En América Latina, los jóvenes de Lima y Asunción marcharon con la calavera sonriente de One Piece, una bandera cultural antes que política, pero que de pronto condensaba lo esencial de los valores de una generación: la libertad como aventura, la amistad como valor colectivo, la rebeldía como forma de estar en el mundo.
En todos estos episodios la política es un elemento periférico. Lo central no son los discursos institucionales, sino los símbolos culturales que los jóvenes convierten en estandartes. La bandera pirata, el cosplay en las calles, el lenguaje de internet que convierte una consigna en tendencia. Una narrativa donde la cultura se volvió la gramática de la acción colectiva. No es casual que en un tiempo en que la política institucional parece agotada, la cultura es el terreno donde todavía se generan opciones.
Podría pensarse que se trata de gestos efímeros, meros juegos de una generación conectada. Sin embargo, en la apropiación cultural hay una fuerza transformadora. Porque esos símbolos, aunque nacidos en la ficción, condensan imaginarios compartidos que atraviesan fronteras. Un personaje de anime japonés puede convertirse en bandera de estudiantes paraguayos o un meme puede articular denuncias en Marruecos y en Perú. La cultura, en este sentido, funciona como idioma global de la protesta.
La Generación Z no solo reclama hospitales, justicia o un futuro menos corrupto. Reclama, sobre todo, el derecho a narrarse a sí misma con sus propios códigos. Frente a la solemnidad de los partidos y la rigidez de los discursos adultos, responde con creatividad, ironía, estética pop y una irreverencia que es, en sí misma, política. La cultura es el escenario donde esta generación se hace visible. Y en esa visibilidad se juega la posibilidad de reimaginar lo común.
No sabemos si estos gestos se traducirán en instituciones, ni si la energía cultural de la protesta podrá sostenerse en el tiempo. Pero sí sabemos que han abierto un lenguaje nuevo, donde la política vuelve a ser posible precisamente porque se ha dejado contaminar por la cultura. Y ese cruce, en el que un anime japonés se convierte en bandera de justicia en Lima o un hashtag derriba un gobierno en Katmandú, nos recuerda que la libertad no es un concepto abstracto, sino un gesto cultural que se reinventa en cada generación.
Por Mauricio Jaime Goio.