El cuerpo del poder vuelve a ser masculino. En los cuarteles y en la política, la forma física sustituye al argumento. La guerra estética de nuestro tiempo se libra en los músculos, en las barbas prohibidas y en la nostalgia del héroe.
Fuente: Ideas Textuales
En muchas culturas, a lo largo del tiempo, ha persistido una forma ambigua de relación entre machos, tejida entre la admiración y una cercanía que roza lo sensual. Se trata de una organización tácita en grupos masculinos, regidos por códigos de virilidad que excluyen todo lo que se aparte de sus márgenes. Son cofradías invisibles de machos alfa, sostenidas en la idea de fuerza, dominio y pertenencia.
Durante un tiempo se creyó que esa visión de la vida —propia de un mundo que comenzaba a desmoronarse con el nuevo milenio— había sido superada. Sin embargo, su resurgimiento, alentado por figuras como Donald Trump y la nostalgia de una masculinidad perdida, demuestra que aquel viejo pacto entre hombres nunca fue superado totalmente.
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Visto así no resulta extraño que el Secretario de Defensa de los Estados Unidos (o Secretario de Guerra como se autodenomina), Pete Hegseth, reuniera a cientos de generales y almirantes para anunciar que los “soldados gordos” y las “barbas” estaban fuera del ejército. Marcando, en sus palabras, el inicio de un nuevo tipo de liderazgo, celebrando el regreso del “estándar masculino”.
Así, tal cual: estándar masculino. Un intento por imponer una estética del poder. En tiempos donde la política se construye desde la imagen, la figura del varón disciplinado se convierte en un símbolo de autoridad. El cuerpo, entrenado y obediente, sustituye a la palabra. Y la fuerza, convertida en virtud moral, vuelve a ocupar el centro del relato.
En el discurso de Hegseth, la gordura y la barba representan la pérdida del control, el desorden, la individualidad. La orden de eliminarlas funciona como metáfora del proyecto político que las inspira. Se trata de volver a homogeneizar el cuerpo, de imponerle una narrativa unívoca. Aquella en la cual ser hombre vuelve a significar dominar el propio cuerpo, eliminando lo ambiguo y expulsando la diferencia. El ejército se transforma en espejo de una sociedad que teme la diversidad y busca refugio en la forma más antigua del poder: el músculo.
Y no se está hablando únicamente de eficiencia militar, sino de imagen moral. El cuerpo masculino, esculpido y normativo, reaparece como garantía de orden. En una época de incertidumbre y fragmentación, el físico se convierte en la última frontera de lo sólido, en certeza.
Detrás de este llamado a “recuperar la masculinidad” se esconde la eterna melancolía en torno al héroe perdido. El hombre fuerte que protege, que dirige, que impone. Una figura paternal que promete seguridad en un mundo que ya no la tiene. Para la filósofa Iris Marion Young (Nueva York, 1949) la masculinidad protectora es un poder que se disfraza de cuidado para justificar su dominación. Lo que ofrece es pertenencia a cambio de obediencia. Orden a cambio de libertad. Un héroe que se convierte en un fantasma, pues su verdadero poder radica no en la legitimidad, sino en el miedo. Cada gesto de autoridad encubre una inseguridad más honda. Es la pérdida del sentido del lugar de este masculino en una cultura que lo ha expulsado como centro.
Trump entendió antes que nadie el valor político de la virilidad. La convirtió en su marca. Su masculinidad performativa —gritos, insultos, desafíos— es menos una ideología que una escenografía. Una representación del poder como energía, como ruido, como testosterona.
Lo que Hesgeth está haciendo en su arenga a los más altos oficiales de las FFAA estadounidenses es convertir al cuerpo en un proyecto público. Una lógica en que la política del músculo no busca soldados, sino consumidores de la fuerza. La virilidad se vende como producto, se mide en likes y se viste de uniforme. El resultado es una masculinidad que se proclama fuerte para intimidar. Una estética del dominio que más que ganar batallas, necesita ser fotografiada.
La socióloga Raewyn Connell (Sidney, 1944) retruca está visión de la masculinidad que intenta imponerse como hegemónica, afirmando que, en el fondo, simplemente refleja todo el miedo a perder privilegios, a volverse irrelevante, a no encajar en el nuevo mapa de las relaciones humanas. Por eso la respuesta es estética: endurecer el cuerpo, callar la duda, reafirmar el gesto.
Pete Hegseth habló frente a la élite militar norteamericana como quien preside un ritual antiguo. Los altos mandos, inmóviles, lo escuchaban sabiendo que se avecinaba una purga, un reordenamiento simbólico. En ese silencio compacto, su discurso sonó como un acto fundacional. Toda revolución necesita cabezas en la pica para acallar la disensión y disciplinar la duda. Faltaron los sombreros con cráneos de lobo, los aullidos de los guerreros y un sacrificio que salpicara de sangre los uniformes, pero el espíritu era el mismo: volver al músculo como dogma y al cuerpo como emblema de la obediencia.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales