La irrupción del Movimiento al Socialismo (MAS) y la llegada de Evo Morales a la Presidencia en 2006 marcaron un momento de ruptura histórica para Bolivia. Para amplios sectores de la sociedad, particularmente indígenas, este cambio representó mucho más que una alternancia política: fue percibido como una rectificación de injusticias históricas y la materialización de una deuda social largamente postergada.
Así se instaló la esperanza de alcanzar una inclusión social sin precedentes y una refundación estatal orientada hacia la justicia. Sin embargo, a medida que avanzaba el primer gobierno de Evo Morales, el relato épico de transformación comenzó a entrar en conflicto con las visiones democráticas, más allá de cualquier criterio racial. El resultado fue una progresiva radicalización del discurso estatal y una deriva cada vez más definida y notoria de un populismo autoritario, claramente inscrito en el Socialismo del Siglo XXI.
En este contexto, la teoría de la “disonancia cognitiva” surge como una herramienta analítica esencial para comprender cómo la sociedad boliviana gestionó la tensión entre democracia y autoritarismo. En teoría, la incomodidad psicológica que surge al intentar conciliar dos ideas incompatibles. Por un lado, la creencia de que el Gobierno es garante de la democracia; por otro, la constatación de un “estilo” autoritario y altamente personalista de Evo Morales.
Para quienes se sintieron finalmente incluidos en el Estado, reconocer posibles vicios de autoritarismo en el proyecto político masista suponía un alto costo emocional y existencial. Aceptar tal contradicción implicaba desarticular no solo una postura política, sino toda una identidad recién adquirida y un sentido de pertenencia política, que no la había logrado ni el MNR en sus mejores momentos.
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Frente a esta encrucijada, la sociedad optó mayoritariamente por la negación activa del peligro, eligiendo el camino psicológicamente menos gravoso: decidió aceptar el progresivo deterioro de la democracia nacida en 1982 como el precio del “proceso de cambio”.
El régimen masista desplegó, en el horizonte de ese proceso, una enorme cantidad de mecanismos con el fin de facilitar y administrar la disonancia cognitiva que se generaba a partir del carácter cada vez más autoritario del régimen. Las acciones estatales, como la persecución judicial de opositores, líderes cívicos o cualquier ciudadano que decidiera enfrentar al régimen, se presentaban como la «recuperación de la justicia», algo así como la reivindicación de cuentas ante 500 años de sometimiento y el “justo” ajuste de cuentas “frente a las élites corruptas del pasado”.
Esta manipulación semántica, en un principio, permitía a la ciudadanía percibir las acciones del Estado no como arbitrariedades, sino como respuestas legítimas. El cambio terminológico, sutil, pero constante, reducía la incomodidad de enfrentar el abuso.
A ello se sumó la construcción sistemática del enemigo. El MAS fue hábil en identificar amenazas tanto externas (el imperialismo, la injerencia extranjera) como internas (la oposición racista, los «vendepatrias», la “derecha”). Este recurso ofrecía una vía de escape psicológico.
Hechos como el asesinato en el Hotel Las Américas, la violenta intervención de la marcha indígena del Tipnis, en 2011; el rapto del Gobernador de Santa Cruz o los procesos penales contra figuras opositoras al régimen podían ser reinterpretados no como fallas del «proceso de Cambio», sino como una clara expresión (desde la psicología social) de la generación de una disonancia cognitiva que liberaba a la ciudadanía de la ansiedad producida por la progresiva violencia estatal.
Pese a todo, el régimen lleva 20 años sin mayores contratiempos más que el que le dio el resultado negativo del Referéndum de 2016 y 2019, cuando el dictador fue expulsado por una poderosa movilización ciudadana. ¿Cómo duró tanto? Para explicar, tanto la estabilidad del régimen, como el desgaste psicológico de la ciudadanía, pensamos en un recurso propio de los regímenes de fuerza: la normalización progresiva de los cambios.
Las restricciones al sistema democrático se introdujeron de forma gradual, un mecanismo mucho más asimilable que un quiebre abrupto. Durante el primer gobierno de Evo Morales se implementaron modificaciones incrementales, desde la cooptación del Órgano Judicial hasta intentos de habilitar la reelección indefinida.
Cada paso generaba una incomodidad manejable, permitiendo al ciudadano convencerse de que la situación no representaba un peligro, sino una evolución natural del nuevo Estado. La crítica genuina quedaba postergada hacia un futuro incierto. A esto se sumaba el uso de castigos ejemplares.
El encarcelamiento de líderes opositores o la caída en desgracia de exfuncionarios servía como advertencia tácita. Para el ciudadano de a pie resultaba psicológicamente más seguro negar la realidad antes que enfrentar la represión o la marginación. En un contexto de polarización política, admitir la existencia de un peligro implicaba exponerse a consecuencias personales.
En síntesis: la estabilidad del régimen del MAS durante su primera década no puede entenderse sin considerar la dinámica profunda de la disonancia cognitiva. La negación del peligro, reforzada por la propaganda constante y la astuta gestión del lenguaje y los medios y redes, no solo permitió la continuidad del proyecto político, sino que consolidó un consenso social en el que la obediencia se transformó en la vía más segura.
La renuncia a la crítica profunda se convirtió, en última instancia, en el precio psicológico pagado para evitar la ansiedad y mantener viva la ilusión compartida de un futuro mejor. El quiebre de ese fenómeno psicosocial se produjo en dos momentos: en 2016, con el referéndum que le negó la posibilidad de una nueva reelección a Morales, y en 2019, con una movilización ciudadana multitudinaria, y una protesta generalizada que terminó expulsando del poder a Evo Morales. La historia siguiente la conocemos. Como salidos de una pesadilla la conciencia democrática de la ciudadanía se reinstaló de forma contundente. Estamos ahora en el punto culminante de un proceso de recuperación psicosocial, moral y política de la sociedad nacional.
Renzo Abruzzese es investigador social.