Técnicos y estadistas


 

 



 

La voz de una figura emblemática en el ámbito económico, cuya palabra es un inapreciable faro de orientación, expresó hoy lo que muchos callamos: Existen dudas legítimas sobre la capacidad de quienes aspiran a conducir el país en medio de la crisis económica y social que atravesamos. No sólo por la magnitud del desafío, sino porque ninguno de ellos parece reunir aún todas las condiciones necesarias para enfrentar, con real eficacia, la gravedad del momento. El país demanda algo más que diagnósticos precisos o discursos técnicos: requiere liderazgo político, sentido de Estado y sensibilidad social.

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Juan Antonio Morales refuerza lo que sabemos: Los nombres que hoy encabezan los equipos económicos -Ramiro Cavero, en el caso de Libre, y José Gabriel Espinoza, en el del PDC- son profesionales competentes. Nadie discute su formación ni su solvencia técnica. Pero no se conoce quiénes los acompañarán ni qué estructura de poder político sostendrá sus ideas. En ambos casos, el discurso económico flota en el aire: hay conocimiento, pero falta equipo, liderazgo y respaldo político real.

El ejemplo más claro de esa brecha entre teoría y práctica es el propio presidente Luis Arce Catacora. Profesor universitario y autor de textos académicos, tuvo la oportunidad histórica de aplicar sus conocimientos primero como ministro de Economía y luego como mandatario. Lo que hizo, sin embargo, fue derrochar los mayores recursos de la historia nacional en un modelo extractivista y clientelar que destruyó las reservas, dilapidó el inmenso capital e hipotecó el futuro. Arce encarna la paradoja del economista que no sabe la diferencia entre administrar abundancia y generar desarrollo, y que termina demostrando que saber economía no equivale a saber gobernar.

El actual ministro, Marcelo Montenegro, repite esa lección con otra forma. Fue el mejor alumno del programa doctoral en economía de una prestigiada universidad, considerada un templo del liberalismo, y, sin embargo, su gestión ha sido un fracaso. La razón es simple: la técnica, sin autonomía política ni respaldo institucional, se convierte en instrumento del poder. Ninguna formación académica puede compensar la ausencia de carácter y de principios.

Durante años, la economía boliviana ha sido sometida a los caprichos del poder político. Las decisiones se tomaron para sostener el relato del “milagro económico”, mientras se evaporaban las reservas, se incrementaba el déficit, se multiplicaba la burocracia, se repartía bonos, se inauguraba empresas estatales y se reprimía la iniciativa privada. Hoy pagamos el precio de esa manipulación: una economía empobrecida, endeudada, carcomida por la corrupción y sin horizonte de crecimiento.

Por eso, creer que bastará con rodearse de buenos técnicos es una ingenuidad. Gobernar no es un concurso de currículos, sino una tarea de liderazgo. Las políticas económicas, especialmente en un país fracturado y desconfiado, no se pueden simplemente imponer; se deben comunicar, explicar, legitimar y sostener en la confianza ciudadana. En Bolivia, donde la informalidad supera el 80% y la palabra “Estado” inspira más recelo que respeto, ninguna reforma puede sobrevivir sin credibilidad moral.

La conducción económica exige más que inteligencia analítica: requiere visión política y coherencia ética para enfrentar la demagogia. Sin esos atributos, lo técnico se degrada en complicidad o en impotencia. Y cuando el poder carece de rumbo, ni el mejor economista puede evitar el naufragio.

El país necesita economistas brillantes, pero demanda con mayor urgencia estadistas capaces de comprender que detrás de cada cifra hay personas, familias: todo un pueblo sin esperanzas. No basta con saber cómo equilibrar las cuentas; hay que saber cómo reconstruir la confianza y reactivar el sentido del futuro.

Bolivia ha tenido técnicos con poder y poder sin rumbo. Lo que hoy se exige es algo más difícil y más noble: conocimiento con ética, autoridad con visión, sensibilidad con prudencia y poder con propósito. Solo así será posible comenzar a corregir el extravío al que nos condujo la arrogancia de quienes creyeron que el saber académico bastaba para gobernar una nación.

 

Por Johnny Nogales Viruez