“Retrato del votante boliviano”



Una mirada cuantitativa y cualitativa, sin mezclar métodos.

Por: Misael Poper

Para hacer análisis poselecciones es bueno usar la ciencia para explicar el fenómeno boliviano: un análisis cuantitativo y cualitativo del votante boliviano. No usaré el método mixto; no busco explicar por qué perdió “X” o ganó “Y”, sino describir el perfil del votante que los eligió.



Domingo de elección. Una fila bajo el sol, boletas dobladas con cuidado, una madre con su carnet y un niño que pregunta por qué todos esperan. Un vendedor comenta el rumor del día. En esa escena ya asoma el país electoral: mayoritariamente urbano o periurbano, con ligera mayoría de mujeres, disciplinado para votar y al mismo tiempo desconfiado de los discursos grandilocuentes. El padrón gravita en torno a tres nombres: Santa Cruz, La Paz y Cochabamba, pero no se entiende sin los valles, el altiplano y la Amazonía. Ese es el primer dato: dónde están y cuántos son.

Lo siguiente no cabe en una tabla: cómo nombran la seguridad. Para unos, significa precios estables, empleo que no se esfume, transporte que llegue. Para otros, reglas que se cumplan, límites claros al poder, un Estado que no sea juez y parte. No son bandos irreconciliables; son prioridades nacidas de trayectorias distintas. Quien se reconoce en su sindicato, su comunidad o su junta vecinal ha comprobado que el Estado puede ser un paraguas tangible: bonos, inversión, presencia. Quien transita la clase media urbana, más lejos de redes comunitarias, pide instituciones que funcionen sin atajos: trámites previsibles, servicios evaluables, alternancia real.

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También opera la memoria encarnada. En el occidente andino, la identidad indígena-popular no es consigna: es dignidad recuperada en el Estado, y muchos no están dispuestos a cederla. En el oriente, la identidad cívico-regional no es capricho: es el orgullo de una economía que empuja y exige reglas que no asfixien a quien produce. Cuando esas identidades se sienten agraviadas, la wiphala del lado andino, la autonomía del lado oriental, el voto se endurece. No hace falta invocar ganadores o perdedores para entenderlo; alcanza con observar cómo ciertas palabras abren puertas en El Alto y las cierran en Montero, y viceversa.

A esto se suma el tiempo biográfico. El país electoral es joven; suficiente para que la promesa del primer empleo pese más que la épica de ayer. Cuando esa juventud no se siente llamada por una agenda concreta: trabajo, vivienda accesible, educación útil; se vuelve pragmática hasta la impaciencia: decide tarde, cambia de preferencia, castiga con voto blanco o protesta. No es apatía; es demanda de utilidad inmediata. Si la política habla en futuro lejano, el joven escucha en silencio y sigue de largo.

Entre el votante popular organizado y el institucionalista urbano aparece un tercero que inclina la balanza sin casarse con nadie: el votante del bolsillo. Mira el precio del pan, el costo del gas, la estabilidad del salario y decide. No pide épica: pide previsibilidad. Si la economía acompaña, concede el beneficio de la duda; si no, cambia de carril sin mirar el retrovisor.

La confianza cose o descose todo lo anterior. Cuando las reglas se perciben limpias, la participación crece y el voto nulo se retrae; cuando huelen a trampa, el voto se vuelve grito. No es tecnicismo: es el umbral psicológico que separa competencia de confrontación. En ese clima, una misma propuesta se lee como continuidad responsable o como obstinación; como alternancia saludable o como salto al vacío. Los datos registran las variaciones; quien vota las siente.

Si ponemos estas piezas a dialogar [sin mezclarlas en un método, solo mirándolas en paralelo] el retrato se afina. Cuantitativamente, el votante boliviano es joven, urbano-periurbano, con ligera mayoría femenina y gran concentración en tres departamentos. Cualitativamente, es un mosaico de identidades que piden reconocimiento y eficacia. Políticamente, premia la estabilidad que se toca con la mano y castiga la retórica que no aterriza. De ahí que proyectos de Estado presente se apoyen en el votante popular organizado y, cuando la economía acompaña, sumen al votante del bolsillo; mientras que propuestas de institucionalidad estricta crecen en la clase media urbana y en sensibilidades cívico-regionales cuando perciben captura o abuso.

Se espera que un artículo de opinión tome partido. Si lo hago, es por el elector. Porque en esa aparente contradicción [querer Estado y querer reglas; pedir identidad y pedir eficiencia] no hay incoherencia, hay una madurez que la política suele subestimar. El votante boliviano no exige milagros: exige que la promesa se traduzca en la vida cotidiana y que el respeto sea un piso, no una concesión.

No pretendí explicar derrotas ni victorias; quise dibujar a quien decide. Lo que aparece no es un péndulo, sino un ciudadano con brújula: a veces apunta al abrigo del Estado, a veces al faro de la norma, casi siempre al norte de dignidad y oportunidad. Quien quiera encontrarlo deberá aprender su idioma: el de los datos que ubican y el de las voces que explican. Sin enfrentarlos, pero sin confundirlos. Porque, al final, conocer al votante para servirlo es la única línea de investigación que merece repetirse elección tras elección.