Santa Cruz. Siguen sus costumbres y modo de vida en un espacio de 7.000 metros cuadrados, rodeados de grandes edificaciones. Las mujeres se dedican al tejido, pero enfrentan escasez de materia prima. La educación y la salud son otros de sus problemas.
Fuente: eldeber.com.bo
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Mariano Picanerai habla con orgullo de su historia, de su familia y de su pueblo. Llegó desde Concepción hace 15 años, cuando su padre se integró a la organización Canob. Con el tiempo formó su familia y hoy es el dacasuté (líder) en la comunidad ayorea Degüi, en la Villa Primero de Mayo.
“Somos la comunidad más poblada del pueblo ayoreo y la última comunidad indígena en la ciudad que mantiene una convivencia colectiva. Conservamos nuestra cultura y nuestra forma de vida, y queremos que la gente la conozca. No es como algunos dicen: los ayoreos son malos, porque mucha gente nos ve como una amenaza, pero es todo lo contrario”, dice.
La comunidad Degüi se encuentra en pleno corazón urbano, entre el sexto anillo y la avenida Cumavi. Allí habitan alrededor de 500 indígenas ayoreos desde 1999. Son 105 familias que comparten un espacio común de 7.000 metros cuadrados.
Las viviendas, hechas de ladrillo y barro, se agrupan dentro de un mismo muro: no hay lotes individuales, porque el concepto de propiedad colectiva sigue siendo parte esencial de su identidad.
Allí, la vida transcurre con calma, lejos de los peligros de la calle, donde muchos se ven obligados a salir a trabajar, vender sus artesanías o, en algunos casos, a extender la mano en busca de unas monedas.
Dentro de Degüi, todo visitante es bienvenido y recibido con amabilidad. Se puede ver a las familias —hermanos, padres, tíos y sobrinos— compartiendo tereré, preparando la comida o dedicados a tejer y elaborar artesanías.
Los desafíos
Sin embargo, el crecimiento de la urbe y la vida en la gran ciudad, los impone desafíos. Su origen seminómada y autónomo, sumado a la falta de políticas públicas, los deja en situación de vulnerabilidad. Enfrentan carencias en educación, salud y servicios básicos, además de amenazas a la juventud, como las drogas y la prostitución, que poco a poco van combatiendo.
“Estamos luchando contra eso. Creemos que la educación es la mejor herramienta para alejar a los jóvenes de esos problemas”, afirma Picanerai.
En el centro de la comunidad tienen una pequeña escuela multigrado, con enseñanza bilingüe en castellano y zamuco. Allí los niños estudian hasta sexto de primaria, en dos ambientes y dos turnos, acompañados por educadoras de la misma comunidad que refuerzan el aprendizaje en su lengua nativa.
El sueño es ampliar hasta secundaria. “Muchos chicos abandonan los estudios porque no logran adaptarse a las escuelas regulares o sufren discriminación”, señala.
El año pasado, algunos lograron conseguir cupos en un colegio nocturno, aunque no fue fácil. “Existen muchas barreras. Nos preguntamos por qué no nos dan cupos para el pueblo ayoreo. La educación es importante, porque aleja a los chicos de los vicios y otras amenazas. Nuestro gran sueño es contar con una escuela que tenga los tres niveles”, insiste.
La salud es otro de los problemas. Máximo Chiqueno sufre de cataratas, pero no ha podido tratarse por falta de recursos.
Sus zapatos están rotos y no puede comprarse medias para enfrentar el frío, por lo que usa dos bolsas para calentar sus pies. Asegura que antes era un gran tejedor, pero ha tenido que abandonar el oficio. Su esposa, Juanita Dosapei, está aquejada por la diabetes.
Tejidos que hablan de cultura
En los patios y pasillos, las mujeres ayoreas trabajan con paciencia los hilos de garabatá, una planta espinosa que recolectan, secan y convierten en fibras. Con ellas tejen bolsos, hamacas y redes que son una fuente de ingreso, pero también una forma de transmitir su historia, porque cada diseño simboliza los clanes y las raíces del pueblo ayoreo.
Pero su arte también está en riesgo. El garabatá crece en zonas como La Peña, donde la expansión urbana amenaza con hacer desaparecer la planta. “El desafío ahora es tener un terreno propio donde sembrar nuestra materia prima”, explica Picanerai.
“Hacer un bolso nos toma cerca de un mes. Primero hay que ir al monte a sacar el material, luego quitarle las espinas para obtener la fibra y dejarla secar. Solo entonces tenemos el hilo listo para trabajar”, explica Felicia Etacore (39), quien plasma en sus tejidos los conocimientos heredados de sus ancestros.
Aprendió a tejer desde joven y ahora enseña a sus sobrinas para que la tradición no se pierda. Siempre tiene algunas piezas listas, por si alguien llega a comprar. “Nadie me enseñó; aprendí mirando a mi madre y a mis abuelas”, comenta.
“Se pierde la cultura si uno la abandona”, afirma una de las personas que acompaña a Felicia.
Sara Etacore llegó desde la comunidad Rincón del Tigre hace más de 20 años y se ha adaptado al bullicio de la ciudad, pero asegura que la falta de empleo sigue siendo uno de los mayores problemas. “Algunos salen a limpiar lotes y otros trabajan como ayudantes de albañil. Nosotras tejemos, pero está difícil conseguir garabatá. A veces la gente no compra las artesanías, pero nosotros dedicamos tiempo a hacerlas”, manifestó.
Viven en tierras prestadas
Otro de los mayores anhelos es contar con título de propiedad del terreno que ocupan, porque viven en tierras prestadas por 30 años. Buscan avanzar en un proyecto que les permita consolidar su derecho propietario.
“Queremos vivir tranquilos, sin miedo a que nos digan que debemos irnos. Luchamos para que se reconozca que esta tierra es nuestro hogar”, dice el líder de comunidad Degüi, mientras observa cómo los niños juegan en los pasillos de la comunidad, una ‘isla cultural’ que resiste en medio del concreto.





