Las acusaciones de ayer y las de hoy muestran lo difícil que es gobernar en Bolivia desde la democracia. Desde la autocracia, en cambio, se ha visto que pueden permanecer en el poder hasta veinte años sin quejas ni críticas que logren desestabilizarlos mínimamente.
Primero fueron los pro-derecha, que, no conformes con tener a su propio candidato, volcaron su energía en destruir a los adversarios con buenas probabilidades al inicio, y al que les ganó en primera vuelta después. Lo hicieron con las mismas acusaciones falaces que antes provenían del socialismo saliente: calificándolos de “zurderío”, socios de Evo, autores de pactos secretos y un sinfín de adjetivos que buscaban no solo su debilitamiento, sino su eliminación.
Si se hiciera un análisis psicológico, podría decirse que todo aquello denotaba un alto grado de inseguridad en el éxito potencial de su candidato, pero también una proyección del odio inculcado día a día por el mismo personaje que decían detestar y del cual, irónicamente, resultaron ser excelentes discípulos.
Después del 19 de octubre surgieron nuevas acusaciones contra el recién electo Presidente. ¡Oh, sorpresa! Resulta que ahora “había sido de derecha” porque propone un capitalismo para todos, incluidos los empresarios; que es “proimperialista” porque quiere restablecer relaciones diplomáticas y comerciales con Estados Unidos y con todos los países del mundo; que con ello “engañó” a los exmasistas y exevistas que lo votaron y que, por tanto, “no defenderá a los pobres”.
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Las acusaciones de los primeros ya quedaron fuera de tiempo y, salvo las lecciones aprendidas sobre la guerra sucia, no vale la pena abundar más. Pero las segundas sí merecen análisis, por ser actuales.
Veamos: ¿quiénes son los pobres que se deben defender?
¿Los burócratas improductivos y corruptos del aparato estatal, que devoraron nuestros escasos recursos después de la primera debacle masista, favorecidos por la militancia partidaria y su total sometimiento a los jefazos de turno, dejando en último lugar —si acaso alguno lo tuvo— los intereses del país?
¿Los dirigentes de los autodenominados movimientos sociales, sostenidos por la prebenda y la corrupción, cuya única función era movilizar grupos de choque cuando se lo ordenaban sus jefazos?
¿O los que avasallan la propiedad privada y agreden violentamente a los propietarios y sus familias, para sembrar coca destinada al narcotráfico y al enriquecimiento de los “hijitos de papá Presidente”, de sus dirigentes o de los directores del INRA y la ABT? ¿Los destructores de parques nacionales para instalar pistas clandestinas que faciliten la circulación del narcotráfico en el continente y más allá?
¿O, por el contrario, se trata de construir entre todos —sin discriminaciones ni exclusiones— un Estado moderno, eliminando las eternas barreras al desarrollo, con tecnología que abra el camino a todo emprendimiento honesto, sin que los bolivianos deban postrarse ante burócratas corruptos?
¿No deberíamos más bien estimular y premiar la producción, la innovación y la productividad generadora de empleo digno —y no de simples “pegas”?
¿Aumentar y diversificar nuestros productos de exportación, traer divisas e importar tecnología de punta para transformarnos en sus desarrolladores y exportadores?
La idiosincrasia boliviana, desde los tiempos fundacionales de la República, ha estado marcada por sentimientos de inferioridad —posiblemente sembrados por el menosprecio hacia los criollos por parte de los españoles, especialmente en las zonas donde afincaron su sed de oro y plata—. Esos sentimientos se reflejan en la perpetua bronca hacia los jefes o hacia quien “está arriba”, así como en la deslealtad y la traición. En tiempos contemporáneos, esas emociones fueron hábilmente exacerbadas por un autócrata ignorante y facineroso.
Mientras tanto, el desarrollo de las ciencias y la tecnología siguió su curso, dejándonos muy atrás, al punto de no reconocer el valor de tener el mundo en las manos a través de la conectividad.
Curiosamente, esto se manifestó de forma casi masiva —sin distinción social ni económica— durante las campañas de la última elección presidencial, aprovechando las redes sociales que, por desgracia, se convirtieron en un basurero de tales sentimientos.
Y eso es, precisamente, lo que debemos encarar con alta prioridad si pretendemos salir del agujero negro en que nos dejaron dos gobiernos inclementes con la Patria y con los bolivianos. Para ello es indispensable e insoslayable encontrar instrumentos eficaces —desde la educación escolar hasta la educación ciudadana— que desarrollen la madurez cívica y política necesaria para llegar a buen puerto.
El proceso requerirá medidas duras, cualesquiera hubiera sido el nuevo gobierno. Solo podrán soportarlas poblaciones fuertes, con la entereza suficiente para resistir los irracionales corcoveos de los inconscientes irresponsables que deben salir tanto del aparato estatal como de los gobiernos autonómicos.
Ya sabemos que las soluciones no serán mágicas ni inmediatas ni dependientes sólo de las decisiones presidenciales o parlamentarias sino del sacrificio de todos, pero que sí servirán para levantarnos con esperanza hacia un horizonte de desarrollo que impulse nuestro despegue y nos reintegre a la sociedad global.
Por Norah Soruco Barba
