Ingrid Melgar Rodríguez me facilitó un borrador de su novela autobiográfica. Su relato es un testimonio sobre la violencia contra la mujer e interpela a toda la sociedad.
En las civilizaciones antiguas de múltiples dioses y diosas existía un equilibrio simbólico: había reinas, faraonas y divinidades femeninas. La subordinación estructural de la mujer comienza con las religiones monoteístas —el judaísmo, el cristianismo y el islam— que erigen un solo Dios masculino y desplazan lo femenino.
En el relato bíblico, el hombre surge del barro; la mujer, de una costilla. En ese acto simbólico se funda la desigualdad. A ello se suma la narrativa de Eva como portadora del pecado y tentación del hombre: la mujer aparece como culpable, débil y cercana a lo diabólico. Esta herencia teológica se mantuvo inalterable a lo largo de los siglos.
La alianza entre la Iglesia y el poder imperial, desde el siglo IV, acentuó esta dominación. En el Medioevo, la Iglesia se erigió como dueña del saber y del castigo: la Inquisición transformó a las mujeres sabias, curanderas o parteras en “brujas”, perseguidas por utilizar la noche y las plantas, símbolos asociados a lo diabólico. Fue la criminalización del conocimiento femenino.
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Ni el Renacimiento ni las repúblicas modernas deshicieron esta estructura. En Bolivia, recién en 1911 se abrió el primer liceo de señoritas; en 1919 una mujer ingresó por primera vez a la función pública, y solo en 1952, con el voto universal, se reconoció su ciudadanía plena. La igualdad formal llegó tarde y la desigualdad real persiste. Hoy, en nuestras cárceles, casi la mitad de la población penal está vinculada a delitos de violencia sexual o feminicidio. Las cifras negras —los delitos no denunciados— alcanzan un 80%, y la cultura de la culpabilidad judeocristiana persiste: muchas mujeres aún se preguntan “¿qué he hecho yo?”, asumiendo responsabilidad por la violencia que padecen.
En este contexto, la novela de Ingrid Melgar no solo narra una tentativa de feminicidio, revela la lucha interior entre culpa y dignidad, entre miedo y sobrevivencia. Allí emerge una categoría filosófica poco explorada pero decisiva: la casualidad. Cuando, en el momento límite, la protagonista grita el nombre Gabriel, el mismo del agresor, se produce una ruptura simbólica: el victimario se ve reflejado, se desarma, y la víctima encuentra un resquicio de vida. No es azar, es instinto de supervivencia, la irrupción de lo humano frente a la oscuridad.
Esa “casualidad” es el símbolo más profundo de la obra. Representa el acto vital de resistir, el impulso interior que conecta la memoria, el cuerpo y la dignidad. Por eso, esta novela no solo denuncia: reivindica la fuerza de vivir, el derecho a existir y la capacidad de transformar el dolor en conciencia.
Como criminólogo y como lector, no puedo sino reconocer el valor de esta voz. Ingrid Melgar ha convertido una herida en palabra, y la palabra en acto de libertad. En un país donde la violencia de género se ha naturalizado, su testimonio es una forma de justicia. Y en su grito —ese llamado desesperado a la vida— resuena la historia de todas las mujeres que, desde la oscuridad, siguen afirmando la luz.
Alejandro Colanzi Zeballos
es criminólogo y nonnino de Valentina.
