Por: Pablo Camacho*
Durante más de dos décadas, la sociedad boliviana ha sido testigo, y en gran medida partícipe involuntaria, de un proceso lento pero constante: la normalización de lo inaceptable. Hemos vivido una serie de atropellos a la ética, la institucionalidad y la decencia común que, por su repetición, terminaron por adormecer nuestra capacidad de asombro. Basta recordar con estupor la frase del expresidente, Evo Morales, que resumía una filosofía de poder impune: «Yo le meto no más, después que se ocupen los abogados». Esta no fue una anécdota aislada; fue el síntoma de un virus que infectó el cuerpo político y social del país.
Cosas como estas fueron tomando espacio en el imaginario colectivo hasta convertirse en un ruido de fondo habitual. Escuchar sobre casos de corrupción millonaria, el avance descarado del narcotráfico y la absoluta carencia de justicia dejó de ser una noticia escandalosa para volverse una crónica cotidiana. Se normalizó tener un parlamento reducido a una farsa de “levanta manos”, donde el debate fue reemplazado por la obediencia ciega. Se normalizó, también, una oposición que a menudo carecía de propuestas sólidas, creyendo que el vano insulto y la confrontación estéril eran una estrategia viable. El piso ético de la política se resquebrajó hasta casi desaparecer.
Si miramos treinta años atrás, con todos los defectos que pudo haber tenido ese período, existía un capital cívico diferente. Cuando se avecinaba un cambio de gobierno, se formaba una gran fila de buenos profesionales, técnicos y ciudadanos comprometidos dispuestos a trabajar por Bolivia desde el Ejecutivo. Había un sentido del honor y del servicio.
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Hoy, esa realidad se ha invertido. Son pocos los profesionales de valía que sienten atracción por ser ministros o viceministros. ¿La razón? Durante años, se dedicaron a sistemáticamente quitar el prestigio a esos importantes cargos. Convertidos en botines políticos o en escudos para la impunidad, estos puestos se despojaron de su dignidad. Y ni qué hablar del Poder Judicial, convertido en muchos casos en un instrumento de persecución o de acomodo, donde la justicia parece ser un commodity que se compra y se vede, no un derecho fundamental.
Hoy, el nuevo gobierno y, sobre todo, la sociedad boliviana, enfrentan una tarea titánica en medio de una profunda crisis económica. Sin embargo, es imperativo entender que esta crisis financiera solo podrá ser superada genuinamente si primero abordamos la crisis moral que la sustenta. La tarea fundamental es desnormalizar lo que hoy se ve como normal.
Esto significa reinstaurar principios básicos que fueron pervertidos:
- Que la justicia no debe depender de los recursos económicos de quien litiga.
- Que aquel inescrupuloso que quintuplica los precios en las adquisiciones del Estado no es un «vivo» o un «ídolo», sino un delincuente que le roba al pueblo.
- Que el que estafa desde un banco o el que avasalla tierras con impunidad no son «emprendedores audaces», sino criminales que destruyen el tejido social y la confianza en el sistema.
Quizás, con recetas económicas y ayuda internacional, sea más fácil terminar con la crisis de las cifras rojas que con la crisis de las conciencias adormecidas.
Esta crisis moral no solo ha corroído la política; golpeó con fuerza al sector empresarial. Durante años, se vivió bajo la sombra de la extorsión a través de impuestos confiscatorios o arbitrarios, y la obstaculización sistemática de trámites, que generó un «impuesto» adicional de tiempo, coimas y desesperación. Esto no solo ahogó la inversión, sino que premió la informalidad y castigó la productividad, creando un ambiente donde la ley del más «vivo» o mejor conectado primaba sobre la del más eficiente e innovador.
Desnormalizar no es una tarea exclusiva del gobierno. Es un ejercicio ciudadano de memoria y dignidad. Es recordar que lo que hoy parece «normal» –la corrupción, la impunidad, el insulto como debate– es, en realidad, una aberración que nos ha costado desarrollo, oportunidades y esperanza.
La reconstrucción de Bolivia pasa por un reencuentro con valores que nunca debimos dejar de lado: la honestidad, el respeto a la ley, la meritocracia y el sentido del bien común. Es una tarea ardua, que requiere valentía para señalar lo que está mal y firmeza para restaurar lo que es correcto. Solo cuando dejemos de normalizar la decadencia, podremos empezar a normalizar la integridad. El camino es largo, pero el primer paso es, simplemente, negarse a aceptar lo inaceptable.
*Fue expresidente de la Cámara Nacional de Industrias
