
Desde 2009, la Constitución Política del Estado (CPE) reconoce explícitamente la independencia del Estado respecto de cualquier religión, garantizando la libertad de creencias y cosmovisiones. Esa definición, conquistada tras décadas de tensiones entre poder civil y estructuras eclesiásticas, pretendía cimentar una institucionalidad inclusiva, respetuosa de la pluralidad espiritual y cultural del país. Sin embargo, el reciente retorno de los símbolos cristianos al espacio legislativo parece cuestionar la coherencia entre el texto constitucional y la práctica política.
Más allá del gesto protocolar, la reposición de la Biblia y el crucifijo es un acto cargado de significado. Los símbolos en política no son inocentes: comunican pertenencias, jerarquizan valores y definen identidades. Cuando una institución del Estado adopta símbolos religiosos en actos oficiales, transmite —quiera o no— un mensaje de preferencia hacia una fe específica. En un país donde conviven católicos, evangélicos, indígenas con cosmovisiones propias y ciudadan@s no creyentes, esa preferencia erosiona el principio de igualdad espiritual que la CPE busca proteger.
Defender la laicidad no implica negar la dimensión religiosa del pueblo boliviano ni desconocer su peso cultural. Significa, más bien, reconocer que el Estado debe ser un garante imparcial de la libertad de conciencia, no un portavoz simbólico de una religión. La presencia de la Biblia y el crucifijo en los juramentos oficiales puede interpretarse como una concesión política a sectores conservadores, pero su costo institucional es alto: confunde la frontera entre lo público y lo confesional, y debilita la confianza en la neutralidad del Estado.
La historia reciente de Bolivia muestra que la laicidad no ha sido una conquista fácil. Su afirmación fue una respuesta a siglos de influencia eclesiástica en la esfera política y educativa. Reponer los símbolos religiosos en los actos del poder público, bajo el argumento de tradición o identidad nacional, es retroceder en ese proceso. Un Estado verdaderamente laico no excluye a la religión, pero tampoco la privilegia; no combate las creencias, pero tampoco las adopta como emblema institucional.
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La decisión de la Asamblea abre una discusión que va más allá de los ritos: interpela la madurez democrática del país. Mantener la laicidad no es un gesto anticristiano, sino una garantía de convivencia en una sociedad diversa. Lo contrario es ceder ante la tentación de la uniformidad moral, esa que confunde fe con ley, altar con tribuna.
Bolivia debe decidir si su Estado laico será una cláusula decorativa o un principio vivo. La pluralidad que la Constitución consagra solo se materializa cuando el Estado se abstiene de imponer símbolos o discursos religiosos en sus espacios institucionales. La libertad de culto se fortalece cuando el poder público no toma partido. Por eso, más que una disputa por objetos sagrados, esta controversia debería ser una oportunidad para reafirmar el compromiso con la tolerancia, la igualdad y la autonomía del Estado frente a cualquier credo.
Porque si algo enseña la historia, es que cuando el poder político se arropa con símbolos de fe, la fe termina pagando el precio de la política.