El error de mover sin la reina


Lara es la pieza central del ajedrez que juega Rodrigo Paz. Es su reina: la figura con mayor movilidad en el tablero, capaz de ocupar múltiples espacios simbólicos y políticos. Sus “caballos”, los ministros, pueden ser más técnicos o más capaces, pero ninguno posee la combinación de legitimidad, cercanía y narrativa que Lara ha acumulado en la imaginación pública. Como recuerda Pierre Bourdieu, el poder político no solo se ejerce, también se encarna: ciertas figuras condensan expectativas colectivas y se vuelven portadoras de un capital simbólico que otros no pueden reemplazar.

El día de la transmisión de mando, Lara se robó las miradas y se instaló en el pensamiento colectivo de la clase media y popular boliviana. La consigna fue simple pero potente: el uniforme como metáfora de una patria que se lleva adentro. Su presencia reafirmó la idea —ya señalada por Ernesto Laclau— de que la política no se reduce a instituciones, sino que se construye en identificaciones afectivas. Lara activa al menos dos de esos ejes: expresa la necesidad del pueblo en sus palabras y lo refleja en su figura; por eso genera simpatía donde otros solo provocan distancia.



Por otro lado, Rodrigo es una figura que se mimetiza con diversos entornos. No tiene problemas para comunicar, pero su verdadero desafío está en cuánto puede convencer —o movilizar— a las mayorías. Y ahí aparece la fractura: un gabinete compuesto mayoritariamente por miembros de una aristocracia boliviana con la que amplios sectores no se identifican e incluso rechazan. Varios de ellos han mostrado, de manera más o menos explícita, su incomodidad con la presencia de Lara en la toma de decisiones de alto nivel.

El error de Rodrigo Paz es evidente: saltar demasiado rápido hacia esa élite que lo rechazó en las elecciones. La clase a la que siempre perteneció, sí, pero que jamás lo respaldó políticamente. Lara, en cambio, se entregó a su pueblo; eso quedó probado en la concentración posterior a la posesión, donde su figura catalizó un apoyo que no se compra con discursos, sino que se construye con cercanía. Como diría Raymond Williams, hay figuras cuyo significado excede sus acciones: se vuelven estructuras de sentimiento.

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

Por eso el reclamo de Lara tiene peso. Porque, en un análisis simple, su exclusión del gabinete es también una exclusión indirecta de quienes votaron por él y lo llevaron a la presidencia. Lara opera como un canalizador de poder: si se mantiene integrado al centro de decisiones, duplica, genera y consolida capital político; si se quiebra, drena legitimidad hacia afuera y debilita internamente al gobierno.

Rodrigo no puede apelar a un proyecto de élite mientras Lara representa exactamente lo contrario. La historia boliviana tiene ejemplos claros: Gonzalo Sánchez de Lozada quedó aislado cuando Carlos Mesa se apartó de su narrativa y dejó de sostener su puente con la ciudadanía. Cuando se rompe la figura que conecta al líder con las masas, advierte Laclau, el proyecto político pierde su “punto nodal”.

Paz debe resolver este conflicto. Necesita dar estabilidad a una Lara que ya piensa en sus bases nacionales. No puede seguir confiando ciegamente en sus nuevos aliados de Samuel, ni dejarse guiar por decisiones nacidas del ego de su Eid y del “gallo mayor”, y mucho menos puede seguir instrucciones de Cerimedo sin comprender una premisa básica que siempre olvida quien importa estrategias ajenas: Bolivia no es Argentina.

En última instancia, lo que está en juego no es solo la relación personal entre Rodrigo Paz y Lara, sino la arquitectura misma de la gobernabilidad. Todo gobierno necesita una figura que traduzca sus decisiones en afecto colectivo y, hoy, esa figura es Lara. Ignorar su peso simbólico y político equivale a renunciar a la única bisagra que mantiene unido, un país fracturado y desconfiado de sus élites. Si Paz no reconstruye ese puente —desde el reconocimiento, la inclusión y una lectura más fina del clima social— corre el riesgo de repetir el ciclo histórico boliviano en el que los gobiernos se derrumban no por falta de recursos, sino por falta de escucha. Entender esto no es una cuestión de estrategia, sino de supervivencia política.

Jorge Caro Molina

Abogado