La promesa de vencer a la muerte ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes, como una llama que nunca se apaga. Desde los mitos sumerios hasta los laboratorios de Silicon Valley, el ser humano insiste en desafiar sus límites, olvidando que en la finitud reside el sentido de la vida. Esta aspiración, que atraviesa culturas y épocas, revela nuestra dificultad para aceptar que solo lo que muere deja huella. 

He leído muchas veces El inmortal de Jorge Luis Borges, y en todas me ha perturbado. Me angustia ese recorrido vital sin fin, casi sin sobresaltos, de un hombre que se sabe condenado a vivir eternamente. En ese relato, la inmortalidad se revela como una trampa: un destino donde el tiempo deja de tener sentido y, con él, también la experiencia humana. Algo parecido me sucede con las visiones cristianas del más allá. Postales luminosas de una vida eterna, sin dolor ni pérdida, en eterna armonía. Ni frío ni caliente. Imaginar una existencia sin fin es imaginar una vida sin vértigo, sin el miedo a perderla, sin la urgencia de hacer que cada día valga la pena. Porque la posibilidad real de la muerte —la única certeza que acompaña a los vivos— es, al mismo tiempo, nuestro mayor motivo de angustia y nuestro más poderoso motor.

La epopeya de Gilgamesh, rey de Uruk, es el primer testimonio escrito de la angustia ante la muerte. Gilgamesh se internó en el desierto para arrebatarles a los dioses el secreto de la vida eterna, y desde entonces la humanidad ha recorrido la misma senda. Cambian los instrumentos y las lenguas, pero la herida permanece: el miedo a dejar de existir. La antropología identifica en ese miedo el punto de partida de toda cultura. La muerte funda los mitos, los ritos funerarios, las genealogías y las plegarias. En el gesto de enterrar a los suyos, el ser humano se reconoció como ser cultural. La cultura nació del duelo.



En nuestra época, ese antiguo pacto con la finitud se ha desplazado del terreno espiritual al tecnológico. Silicon Valley, con sus laboratorios de biotecnología, sus sueños de reprogramación celular y sus profetas del biohacking, se ha convertido en la nueva catedral donde se predica la salvación eterna bajo el lenguaje del progreso. Personifican una nueva mitología secular. Son los herederos de los alquimistas y de los emperadores que enviaban ejércitos en busca de elixires de vida eterna. La diferencia es que hoy las expediciones no parten hacia islas lejanas, sino hacia los laboratorios. Donde antes se hablaba de alma, ahora se habla de células pluripotentes. Donde antes se prometía la salvación, hoy se promete longevidad. Lo que no ha cambiado es la fe.

La inmortalidad es un mito que nos permite soportar la angustia del límite. Sin embargo, en su intento de negar la muerte, la tecnocultura contemporánea termina negando la vida misma. Bryan Johnson, empresario que ha hecho de su cuerpo un experimento millonario, mide su sangre, sus pulsaciones, su piel y su esperma con la precisión de un científico y la devoción de un sacerdote. Su rutina diaria —acostarse a las ocho, ingerir cien suplementos, ayunar después de las once— recuerda a los antiguos ritos de purificación. En el fondo, la tecnología ha reemplazado al templo y la ciencia ha heredado el papel de la magia.

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La obsesión por prolongar la vida puede entenderse como un intento de restaurar el viejo mito de la trascendencia. Antes el alma se perpetuaba en el más allá, ahora se aspira a conservar el cuerpo en la tierra. La muerte, que en las cosmovisiones tradicionales era un tránsito, se ha vuelto un error técnico. En el discurso de Silicon Valley, morir es una falla del sistema que debe corregirse. Lo humano, reducido a datos y tejidos reemplazables, se convierte en un experimento que busca su propia obsolescencia.

En esa carrera por vencer al tiempo, la ciencia termina olvidando lo esencial: que la finitud da sentido a la vida. El filósofo Costica Bradatan que el fracaso es lo que nos humaniza. Solo cuando fallamos vemos la realidad sin disfraces. Solo cuando aceptamos que no podemos controlar el mundo descubrimos nuestra verdadera medida. La muerte, en este sentido, no es el final, sino el límite que va a marcar toda nuestra vida. Una cultura que pretende abolirla corre el riesgo de abolir también la experiencia.

Cada civilización diseñó su manera de conversar con la muerte. La modernidad, en cambio, ha preferido silenciarla. La muerte se volvió un asunto médico, un fracaso del cuerpo y de la técnica. En lugar de rituales, tenemos protocolos. En lugar de rezos, estadísticas. Y así, cuanto más nos alejamos de ella, más la tememos.

El gerontólogo Diego Bernardini habla de la necesidad de una “pedagogía de la longevidad”. Debemos aprender a envejecer, a entender que vivir mucho no es lo mismo que vivir bien. La cultura contemporánea, fascinada con la juventud perpetua, ha olvidado que la vida se mide en intensidad, no en duración. “Lo que nos define como seres humanos —dice Bernardini— es que tenemos finitud”.

En el fondo, la muerte nos iguala. Es el único horizonte compartido entre ricos y pobres, creyentes y escépticos, genios y olvidados. Por eso, todas las culturas han buscado una forma de sobrevivirse simbólicamente: el libro, el árbol, el hijo. Cada uno es una respuesta a la muerte, un modo de permanecer en el tiempo sin negar el final. La trascendencia, más que una victoria biológica, es un acto de amor: dejar huella en un mundo que no nos pertenece.

Si fuéramos inmortales, no habría historia ni arte, ni la necesidad de contarnos. Morir nos obliga a narrar, a hacer visible lo invisible. Por eso, quizás, los dioses fueron más sabios de lo que creemos al negarnos la eternidad. Sabían que el sentido de la vida está precisamente en su límite.

La ciencia puede alargar los años, pero solo la cultura puede darles peso. Tal vez, en el fondo, no necesitamos vivir para siempre. Nos basta con dejar algo que, aunque frágil, perdure un poco más que nosotros: una palabra, una canción, una historia. Esa es la única inmortalidad posible. Y acaso, la más humana de todas.

La obsesión por la longevidad puede llevarnos a perder de vista el valor de la intensidad, la memoria y el legado. La muerte, lejos de ser solo un final, es el origen de la cultura y la memoria. Nos obliga a narrar, a crear y a amar. En última instancia, la verdadera trascendencia no reside en la biología, sino en el acto de dejar huella, de construir sentido en la finitud. Así, la inmortalidad se convierte en una metáfora de lo humano: no es vivir para siempre, sino vivir de tal manera que algo nuestro permanezca, aunque sea por un instante, en el recuerdo de los otros.

Por Mauricio Jaime Goio.