*Por Mauricio Jaime Goio.
Más que una fecha en el calendario, el cumpleaños es un ritual íntimo que marca el cierre de un ciclo y la apertura de otro. En la celebración se condensan las lealtades, los afectos y la memoria del tiempo que pasó. Es el instante en que lo cotidiano se detiene y uno se enfrenta al espejo de su propia historia.
Cada año, sin excepción, llega el día de nuestro cumpleaños. No importa si uno lo espera con entusiasmo o con cierta melancolía, si planea una fiesta o prefiere dejar el teléfono en silencio. El cumpleaños es una cita ineludible con el tiempo. Y aunque parezca un gesto simple —soplar velas, brindar, recibir mensajes—, lo que allí ocurre tiene una profundidad ancestral. Es un rito disfrazado de costumbre, pero que sigue cumpliendo la misma función que cumplió siempre: señalar el fin de un ciclo y dar comienzo a otro.
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El calendario, con su apariencia ordenada, nos impone la ilusión de que el tiempo avanza en línea recta. Pero los cumpleaños, como los solsticios o los rituales agrícolas, nos recuerdan que la vida se mueve en espiral. Cada vuelta parece idéntica a la anterior, aunque nunca lo sea del todo. Es el retorno al mismo punto desde un lugar distinto. Quizás por eso cada año el festejo tiene un sabor diferente. Puede ser el de la juventud que se fue, el de la madurez que llega, el de la niñez que todavía se asoma en los ojos.
Los antiguos griegos encendían velas en honor de Artemisa, diosa de la luna, y los egipcios celebraban el día en que los faraones eran coronados, más que el día en que nacían. La modernidad, tan dada a secularizar los símbolos, cambió dioses por deseos, coronas por pasteles. Pero el sentido permanece. Cada vela que se apaga es un sol que se renueva, un pequeño pacto con la continuidad de la vida.
Celebrar el cumpleaños, en el fondo, es un acto de resistencia frente al paso del tiempo. Porque el tiempo nos erosiona, nos cambia, nos roba cosas que creíamos eternas. Pero en la fiesta, aunque sea por unas horas, logramos engañarlo. Reunimos a quienes amamos, evocamos lo vivido, nos proyectamos hacia lo que vendrá. Brindar es, en ese sentido, una forma de conjurar el miedo al final. No brindamos solo por lo que hemos vivido, sino por la promesa de seguir estando aquí.
En toda celebración de cumpleaños hay también una dimensión moral y afectiva: los que llegan, los que no llegan, los que se excusan, los que se olvidan. Ponen a prueba las lealtades. No por capricho, sino porque la celebración funciona como un espejo del cariño. Quien se hace presente nos dice, sin palabras, “estoy contigo en tu tiempo”. Y eso, en una época donde todo parece desechable y fugaz, tiene un valor casi sagrado. Nos permite medir, aunque sea de modo intuitivo, cuánto espacio ocupamos en la vida de los demás. Y también cuánto hemos aprendido a habitar la nuestra.
Sin embargo, el cumpleaños no es solo festejo. Es también la hora de los balances. Esa mirada hacia atrás que a veces duele, pero que necesitamos para entender el trayecto. Uno repasa el año como si revisara un cuaderno lleno de tachaduras, de frases a medio escribir. Se pregunta qué logró, qué perdió, qué sueños siguen pendientes. Y entre los deseos que se piden en silencio al soplar las velas, suele estar siempre el mismo: seguir intentando.
Por eso, incluso cuando decimos que no queremos celebrar, algo en nosotros lo espera. Porque la vida necesita rituales. Sin ellos, el tiempo sería una sucesión de días sin sentido. Los rituales le dan forma al caos. Nos permiten decir: “esto termina, esto comienza”. El cumpleaños es uno de esos pocos rituales que sobrevivieron a la velocidad contemporánea, quizás porque pertenece al territorio de lo íntimo. No necesita templos ni sacerdotes, solo una torta, una canción y un puñado de rostros queridos.
Cada año es una victoria discreta: sobrevivimos a un invierno más, resistimos los giros de la suerte, seguimos respirando, amando, buscando. Es menos una cuenta regresiva que una afirmación de presencia. Un modo de decir: “Aquí estoy, todavía”. Al final, cuando las velas se apagan y el humo se disuelve, queda en el aire esa mezcla de nostalgia y esperanza. El rito ha cumplido su función. El ciclo se ha cerrado. Empieza otro.
*Es escritor.
