La primera semana


La primera semana del nuevo gobierno ha sido un retrato sin filtros de lo que es hoy Bolivia: una república desbordada por sectores que aún creen que la fuerza es un derecho y el chantaje una institución nacional. Mientras la población espera soluciones reales a la economía, presencia este desfile grotesco de presiones, amenazas y extorsiones.

Ya empezaron a mostrar las garras quienes advierten que no permitirán que se “criminalicen” los bloqueos. Están los que amenazan con movilizarse si vuelve la DEA o proclaman que el busto de su jefe del Legislativo no debe moverse ni un centímetro. A ellos se suman quienes exigen la destitución inmediata de autoridades recién posesionadas.



Andinos reclaman por su wiphala, critican que hay mucho camba en el gabinete y demandan, como si fuera un derecho hereditario, al menos dos ministerios. Mineros dieron ultimátum y esperan que uno de ellos sea ministro. Transportistas anuncian resistencia para impedir que la gasolina suba un solo centavo.

Todo eso -todo- en la primera semana del nuevo gobierno.

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La escena sería cómica si no fuera trágica. Muchos sectores que permanecieron callados frente al poder anterior o que fueron francos títeres del proyecto socialista, hoy se presentan como víctimas y guardianes de la democracia. Lo que no dijeron mientras el país era saqueado, lo gritan ahora con la prepotencia de quien sabe bloquear pero no tiene idea de construir una nación.

Porque lo que el nuevo gobierno ha revelado no es una incomodidad momentánea, sino un desastre monumental. Las autoridades fueron claras: el Estado boliviano ha sido devastado por una corrupción nunca antes vista. Instituciones saqueadas y sin recursos. Clanes delincuenciales dentro del aparato estatal. Redes parapoliciales y paramilitares. La jubilación al borde del colapso. Entidades convertidas en cajas recaudadoras. Narcotráfico, contrabando y extorsión incrustados en la administración pública. Todo acompañado por una destrucción sistemática del profesionalismo.

A ello se suma el reciente hallazgo de cuentas públicas vacías en el Tesoro General del Estado, donde los saldos “existentes” no coinciden con los recursos reales. Y, como si fuera poco, la revelación de una red articulada en Senkata para desviar combustible subvencionado, con participación de funcionarios de YPFB, ANH, Aduana, Sustancias Controladas, policías y choferes. No es corrupción aislada: es una maquinaria montada para saquear y, desde dentro, sabotear al gobierno entrante.

No es un inventario político. Es la radiografía de un Estado prisionero. Esta es la verdadera herencia del “proceso de cambio”. Por eso es indispensable una purga institucional que abarque ministerios, direcciones, empresas estatales y organizaciones que funcionaron como brazos operativos de un sistema diseñado para controlar y enriquecerse.

Tanto la estructura estatal como muchas organizaciones sociales siguen funcionando bajo la lógica del socialismo que colonizó el país. No como ideología, sino como mecanismo de poder y saqueo. Ese sistema aún controla territorios, maneja operadores infiltrados y usa grupos afines como instrumentos de presión. Y debe ser desmantelado sin ambigüedades. Un país no puede reconstruirse sobre una base corroída.

El error del gobierno transitorio de la señora Añez fue creer que podía pactar con el socialismo y convivir con sus redes. Pensó que podía gobernar apoyándose en el mismo andamiaje que había sido construido para someter y destruir al adversario. Y pagó el precio. Esa lección no puede repetirse. No se negocia con un mecanismo político que actúa como un cáncer; se lo extirpa o termina invadiendo todo.

El presidente Paz enfrenta hoy el desafío monumental de gobernar un país en ruinas mientras lidia con sectores que solo hablan el lenguaje de la confrontación. Tiene la difícil tarea de reconstruir la República y depurar un Estado degradado hasta niveles que ofenden la dignidad nacional.

No habrá paz para Paz -ni para Bolivia- mientras no entendamos que la crisis no es solo económica. Es moral. Es institucional. Es cultural. Es política. Es moral. Es el resultado de haber permitido que el país sea capturado durante casi dos décadas por un sistema que ejerció el poder con impunidad y derecho absoluto.

La reconstrucción será larga, pero empieza por algo simple y esencial: aplicar la ley y recuperar la autoridad legítima del Estado. Ningún gobierno tendrá éxito si cada grupo cree que puede doblegar al país para defender, con razón o sin ella, su pequeño feudo. Y ninguna democracia sobrevivirá mientras la extorsión sea aceptada como forma normal de participación política.

Ha llegado el tiempo de la verdad. Y la verdad es que Bolivia no saldrá adelante si no enfrenta, sin miedo ni cálculos, al sistema socialista que la sometió durante tantos años y que aún opera dentro y fuera de la administración pública con el propósito evidente de boicotear al nuevo gobierno. El futuro del país depende de que, esta vez, la historia no se repita.

Johnny Nogales Viruez