
En tiempos de identidades crispadas y certezas estridentes, el centro político parece haber desaparecido sin estrépito, como una grieta que se agranda en silencio. Este texto explora cómo la emocionalidad, las burbujas digitales y la urgencia permanente transformaron la conversación pública hasta volver casi imposible el matiz —ese espacio frágil donde el desacuerdo no era una amenaza, sino una forma de convivir.
El centro político no murió de un día para otro. No hubo un disparo, un golpe seco, un fallo cardíaco institucional que permitiera señalar la hora del deceso. Murió con la discreción de esas grietas que aparecen en una pared vieja. Primero una línea fina, después otra, luego una pequeña descamación del yeso. Uno sigue viviendo ahí, pasando frente a ella todos los días, y solo cuando un pedazo grande se desprende entiende que el daño era profundo. Así ha sido la desaparición del centro: lenta, persistente, casi amable.
Porque el centro —como categoría emocional antes que ideológica— fue construido sobre la promesa de continuidad. Era el lugar donde se podía confiar en que la temperatura no cambiaría demasiado, donde las convicciones no requerían transformarse en trincheras. El centro parecía eterno porque era cómodo. Una comodidad desabrida, sin esas variaciones que alimentan la adrenalina, a la que es tan afecta nuestra sociedad. Un país sin sorpresas, sin altibajos bruscos, sin la incomodidad de tener que declararse a favor o en contra de todo.
Lo primero que ocurre cuando el centro comienza a erosionarse es que las orillas se hacen más nítidas. Es como si, al desvanecerse el gris, el blanco y el negro adquirieran un brillo casi teatral. Los discursos se afinan, las certezas se endurecen. La ambigüedad se vuelve un defecto moral. La tibieza, esa característica central de la convivencia democrática, se convierte de pronto en un pecado.
Las redes sociales hicieron gran parte del trabajo. En ellas el matiz no tiene lugar: se reacciona, no se reflexiona. Los algoritmos recompensan aquello que genera movimiento inmediato —rabia, miedo, entusiasmo desbordado— y castigan la duda. La duda no engancha. La duda no se viraliza. La duda no otorga likes.
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Lo que sí se dispersa con rapidez es la certeza agresiva. Las opiniones firmes, las frases que parecen puñetazos, los análisis que reducen lo complejo a una consigna que cabe en ocho palabras. Y así, casi sin darnos cuenta, la conversación pública se volvió un coliseo. No gana quien piensa mejor, sino quien grita más fuerte.
Obedece a un fenómeno nuevo, inquietante por su sutileza: la política dejó de ser externa. Ya no es un conjunto de ideas, partidos o propuestas que flotan en el espacio público. Es una extensión del yo. Cuando alguien critica al sector al que uno adhiere, no está criticando un proyecto, está criticando una identidad. Y es que las diferencias políticas se perciben como diferencias ontológicas, lo que vuelve el diálogo algo imposible. Nadie está dispuesto a ceder en lo que siente como parte de su identidad. ¿Cómo negociar si cada concesión se vive como una mutilación?
Aquí el centro, tal como lo conocimos, queda fuera de juego. El centro requería distancia emocional: ver las cosas desde un punto intermedio, no como un espejo del yo. Pero hoy la política se consume como intimidad. Es selfie, autorretrato, escenificación.
Hoy vivimos en burbujas electorales, burbujas culturales, burbujas emocionales. Las redes sociales producen una ilusión de participación que, en realidad, fragmenta. Uno cree que conversa con el país, pero en verdad conversa con una versión ampliada de sí mismo. En ese contexto, el centro se vuelve invisible. No hay lugar para él porque el lugar común —que es su condición de posibilidad— se desintegró.
Otro elemento que contribuyó a la extinción del centro fue la aparición de la política como urgencia permanente. Cada semana parece decisiva; cada elección, una batalla final; cada reforma, la última oportunidad. Vivimos en un estado de alerta que no admite pausas. La política del matiz —la que define al centro— se percibe como debilidad. Quien duda, pierde. Quien dialoga, cede demasiado. Quien busca acuerdos, traiciona. La urgencia tiene un efecto curioso: delimita el tiempo. Y la del centro siempre fue una política de largo aliento. Requería paciencia, acumulación, procesos graduales. Nada de eso funciona bien en un ecosistema que vive como si estuviera a minutos del abismo.
Quizás estamos mirando la historia con los lentes equivocados. Tal vez el centro no murió: mutó. Y lo que hoy vemos como vacío es, en realidad, un espacio en transformación. El viejo centro —ese que se sentía dueño moral del equilibrio— era un proyecto de élites. Un acuerdo tácito entre partidos que compartían un mismo lenguaje, un mismo sentido de país y, muchas veces, un mismo origen social. Ese centro cumplió su ciclo.
Hoy podría estar emergiendo otro, menos elegante, menos lineal, menos seguro de sí mismo. Un centro más emocional, más situado, más consciente de que los acuerdos requieren lidiar con identidades heridas.
El centro político, en este contexto, se vuelve una aspiración más que una realidad. Una especie de promesa de descanso colectivo. Pero para que esa promesa sea viable, debe construirse desde abajo. No como el retorno a un país idealizado, sino como la creación de espacios donde el desacuerdo no se convierta en violencia emocional.
Es tentador escribir un final solemne, afirmar que el centro renacerá o que estamos condenados a los extremos. Pero la política no funciona así. Las sociedades se mueven en ondas, no en líneas rectas. Lo que sí sabemos es que la conversación pública necesita recuperar la posibilidad del matiz, ese territorio frágil donde nadie tiene toda la razón y donde el desacuerdo es una forma de coexistir.
Quizás debamos concebir el centro político no como un lugar, sino como un ejercicio. Un esfuerzo por mantenerse disponible para el otro, incluso cuando ese otro piensa distinto. Si ese ejercicio regresa —en plazas, en redes, en parlamentos, en mesas familiares— tal vez la grieta en la pared deje de crecer. Y aunque la reparación no sea inmediata, al menos habremos dado el primer paso para que la casa, nuestra casa, deje de desmoronarse.
Por Mauricio Jaime Goio.