Para el economista de Populi, Carlos Aranda, las nuevas autoridades deberán elaborar una Ley Financial con capacidad técnica y políticamente viable que permita evitar errores de la administración anterior.
POR CARLOS ARANDA
Fuente: eldeber.com.bo
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El Presupuesto General del Estado (PGE) 2026, que el Gobierno saliente remitió al Legislativo, no es un simple trámite administrativo. Es la última gran herencia de una gestión que, en medio del deterioro masivo de la situación fiscal del país, estaba decidido a persistir en el error. Más que una hoja de ruta, lo que se ha entregado es un documento de ficción que nos obliga, sin más demoras, a enfrentar la hora de la verdad.
El PGE 2026 será, por tanto, la primera gran prueba de fuego. Una prueba que permitirá evaluar dos incógnitas capitales: primero, si el Gobierno actual realmente contaba con un plan técnico y políticamente viable; y segundo, si en la Asamblea Legislativa existe por fin un consenso generalizado sobre las causas de fondo que nos han llevado a esta situación actual que no obstaculizará la labor del gobierno a la hora de estabilizar la economía.
Las cifras propuestas son, por decir lo menos, delirantes. El documento plantea un déficit fiscal de Bs 43.676 millones, lo que equivale a un alarmante 10,9% del Producto Interno Bruto (PIB). Este cálculo se sostiene sobre una premisa cuya validez entra en duda: que la economía boliviana crecerá un 0,9% en 2026.
Este optimismo ignora por completo la realidad. El mismo Gobierno proyectó para 2025 un crecimiento del 3,51%, mientras que los datos oficiales al segundo trimestre del año registran una caída interanual del 2,40%.
Malas proyecciones
Uno de los problemas en los últimos años ha sido las pésimas proyecciones de las principales variables macroeconómicas del país contenidas en los presupuestos. Cuando un gobierno elabora un presupuesto basándose en un crecimiento económico que no existe, “infla” artificialmente sus proyecciones de recaudación de impuestos. Si se asume que la economía crecerá, se asume que se recaudará más. Sobre esa base ficticia, se aprueban gastos que no se podrán financiar.
El resultado es un efecto dominó que paraliza al Estado. El Gobierno central se queda sin fondos, pero también se distorsiona la planificación de gobernaciones y municipios, cuyos techos presupuestarios se calculan sobre estimaciones que no se materializan. No por nada la ejecución presupuestaria de algunas alcaldías apenas alcanza el 20% hasta julio de 2025.
La herencia fiscal
El PGE 2026 es una continuidad de los errores que nos han llevado a la situación actual. Se presenta en un momento en que las finanzas públicas ya están en su peor estado en años. El déficit en relación al PIB acumulado en la primera mitad de 2025, según datos oficiales, es similar al experimentado en el primer semestre de 2020, el año de la pandemia.
Aquella vez, el desplome de la recaudación por la cuarentena y los gastos de emergencia justificaron el descalabro. Ahora, la situación es igualmente compleja, pero sin el factor pandemia. Su financiamiento ha seguido la tendencia de los últimos años, tanto el BCB como la Gestora Pública de Pensiones y los Bancos Comerciales, han financiado al estado, el primero imprimiendo moneda y los segundos desviando el ahorro de los ciudadanos a financiar al Estado, en vez de canalizarlo a inversión productiva.
Lo datos indican que el déficit siempre empeora en la segunda mitad del año, debido a la estacionalidad de gastos como el pago de aguinaldos al sector público, lo cual anticipa que el año 2025 será un año donde se profundicen los desequilibrios demandando mucha mayor prudencia y austeridad en los años siguientes.
Un gasto rígido
La escueta información disponible sobre el PGE 2026 revela una composición del gasto que es, en sí misma, una declaración de intenciones: 85% se destina a gastos corrientes y solo 15% a gastos de capital.
Traducido del lenguaje técnico, esto significa que 85 de cada 100 bolivianos se usarán para pagar sueldos, funcionamiento, bonos y los crecientes subsidios. Solo 15 bolivianos se destinarán a construir el futuro: carreteras, hospitales, equipamiento o investigación. Estamos hipotecando el mañana para sostener una burocracia y un sistema de subvenciones que hoy son impagables.
Déficit cero: El gran desafío
Frente a esta herencia, el discurso del nuevo Gobierno ha sido enfático. Recientemente, José Gabriel Espinoza, ahora ministro de Economía, afirmó que “los días de déficit público terminaron”. Es un mensaje potente y necesario, pero que genera escepticismo sobre su materialización inmediata, dada la magnitud del desafío.
Alcanzar el “déficit cero” en 2026 implicaría un ajuste de más de Bs 35.000 millones de bolivianos, una reducción aproximada del 25% del gasto del estado.
Para poner esta cifra en perspectiva: retirar la totalidad del subsidio a los carburantes —una medida política y socialmente impopular— cubriría poco más de la tercera parte de esa cifra.
Lograr el equilibrio fiscal implicaría mantener constantes los salarios públicos (incluyendo maestros, médicos, policía y fuerzas armadas) para que la inflación los reduzca en términos reales; dejar de financiar a las empresas públicas deficitarias, forzando su reestructuración o cierre; eliminar buena parte de la obra pública del Gobierno Central; y suprimir transferencias discrecionales y gastos en publicidad o consultorías. Y todo esto, mientras se genera un ahorro adicional para las ayudas focalizadas que serán necesarias para proteger a los más vulnerables.
Solamente con un “déficit cero” podrá cumplirse la segunda promesa subsecuente: “se acabaron los días de que el BCB sea la caja chica del Estado”. Mientras exista un déficit que financiar, la dominancia fiscal sobre la política monetaria continuará y devolver la independencia del Banco Central de Bolivia se quedará únicamente en una promesa
El PGE 2026 será, quizás, el último recordatorio del modelo que nos trajo hasta aquí. Pero también será la primera gran prueba de fuego del nuevo Gobierno y la nueva Asamblea Legislativa. Su capacidad para coordinar, debatir con seriedad y llegar a acuerdos para llevar adelante la transición determinará si, como país, estamos listos para abandonar la ficción y empezar a construir sobre la realidad.

