*Por Johnny Nogales Viruez
Hay momentos en que la política deja de ser un debate sobre prioridades y se convierte en una medición de fuerzas que termina por desplazar lo importante. En Bolivia estamos entrando en ese terreno. Y para un gobierno que recién empieza, este desvío no solo es inoportuno. Es peligroso e inaceptable.
En dos semanas, el país vio crecer una tensión que no estaba en el libreto. No proviene de la oposición ni de los grupos que siempre buscan el tropiezo ajeno. Proviene del propio frente interno, de la vicepresidencia. Y lo que antes parecía un malentendido menor se ha transformado en un desafío abierto a la estabilidad del gobierno.
El espectáculo ofrecido en torno a la destitución del ministro de Justicia por tener una sentencia ejecutoriada fue apenas el primer síntoma. A ello siguió la descalificación pública del nuevo designado y, finalmente, el cierre de esa cartera. Pero el colmo llegó cuando el vicepresidente llevó a su protegido a trabajar a la vicepresidencia, desoyendo la prohibición expresa del Art. 235 de la Constitución. El mensaje fue inequívoco: “hago lo que quiero y donde quiero”. Un gesto de desafío, no de cooperación.
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A esto se sumaron declaraciones que van mucho más allá de la discrepancia. Nada menos que desde Paraguay, seguramente en el intermedio del partido de fútbol de la Copa Sudamericana, como solía hacerlo otro gobernante de ingrata recordación, lanzó una nueva andanada de fuego verbal.
Aseguró que el presidente Paz Pereira miente, que es cínico, que obedece órdenes de su jefe, Samuel Doria Medina, y que no ha hecho nada en dos semanas. Mientras tanto, él se atribuye supuestos logros diplomáticos y hasta se jacta de intervenir en el asunto de los bonos de carbono.
No se trata de un desliz verbal. Es la expresión de un proyecto político que pretende imponer un gobierno bicéfalo. Y cuando sus adherentes, en la marcha del viernes -incluyendo a las famosas Bartolinas- insinuaron la posibilidad de “sustituir” al presidente, quedó claro que el límite ya fue cruzado.
El silencio del primer mandatario agrava el problema. Su paciencia o su pachorra alimentan la osadía de quien cree que puede ocupar un espacio que no le corresponde. En política, el vacío siempre se llena. Y lo está llenando quien no debería.
La principal oferta del señor Lara fue la lucha contra la corrupción. Fue esa promesa la que le ganó credibilidad ante los votantes. Sería coherente entonces que dedique su energía a investigar el latrocinio de los últimos años, denunciar a los responsables y buscar la recuperación de los miles de millones que desaparecieron bajo la sombra del Estado. Ese sí sería un servicio al país. Lo demás es distracción, ruido y ambición mal encauzada.
El gobierno no puede permitirse una crisis interna naciente. La economía está al borde del colapso, la institucionalidad quedó en ruinas y la ciudadanía espera soluciones claras, no episodios de telenovela de pésimo calibre. O se resuelve esta controversia ahora, con autoridad y respeto al orden constitucional, o estaremos condenados a semanas de desgaste inútil mientras se posterga lo esencial: reencauzar la economía y desmontar la estructura funcional y jurídica del socialismo que llevó al país a este abismo.
Es hora de poner un alto. No por orgullo ni por cálculo político. Por responsabilidad. Porque un gobierno dividido desde adentro no gobierna. Y porque Bolivia ya no soporta otro fracaso anunciado.
Es urgente remediar la tos del gato, que parece mirar con fruición la alacena.
*Es economista.
