En las grandes avenidas de Nueva York, bajo los puentes de Calcuta, o en las plazas de Buenos Aires, la escena se repite con una persistencia que duele: hombres, mujeres y niños que viven sin techo, sin un lugar seguro al que llamar hogar. La crisis de los “homeless” es un fenómeno que atraviesa fronteras, culturas y sistemas políticos, y que se ha convertido en uno de los rostros más visibles de la desigualdad contemporánea.

Según estimaciones de Naciones Unidas, alrededor de 300 millones de personas en el mundo carecen de cualquier forma de vivienda estable, mientras que 2.8 mil millones viven sin acceso adecuado a servicios básicos de agua, saneamiento o seguridad habitacional. La cifra es tan abrumadora que cuesta imaginarla, pues casi el 40% de la población mundial vive en condiciones precarias. En países como Pakistán, Siria o Bangladesh, los números son devastadores. Pakistán registra más de 8 millones de personas sin techo, Siria 5.3 millones y Nigeria 4.5 millones.

La dificultad para medir el fenómeno es otro obstáculo. Cada país define la “falta de vivienda” de manera distinta. Algunos contabilizan solo a quienes duermen en la calle, otros incluyen a quienes habitan en refugios temporales, y muchos invisibilizan a quienes sobreviven en casas de amigos, en automóviles o en asentamientos informales. La consecuencia es que la magnitud real del problema suele estar subestimada.



La falta de vivienda no se trata sólo de estadística, son historias humanas. En Los Ángeles, capital mundial de la industria del cine, más de 70.000 personas viven en las calles. En Buenos Aires, familias enteras se instalan en plazas céntricas, mientras los transeúntes pasan con prisa. En Siria, millones de desplazados internos sobreviven en campamentos improvisados, víctimas de la guerra y del colapso económico. En África, 62% de las viviendas urbanas son informales, lo que significa que millones de personas viven en barrios sin servicios básicos.

El fenómeno obedece a varias causas. Guerras, crisis económicas, desastres naturales, migraciones forzadas, desempleo, adicciones, rupturas familiares. Pero también refleja la incapacidad de los Estados y las sociedades para garantizar el derecho básico a un techo.

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La paradoja es brutal. Nunca antes la humanidad produjo tanta riqueza, ni construyó tantas ciudades, ni levantó tantos edificios. Sin embargo, millones de personas siguen durmiendo en la calle. En las metrópolis globales, los rascacielos brillan mientras a sus pies se extienden campamentos improvisados. La imagen de los sin techo en las aceras de San Francisco, a pocos metros de las oficinas de las grandes empresas tecnológicas, es un símbolo de la contradicción contemporánea: abundancia y miseria conviviendo en el mismo espacio.

La falta de vivienda no solo expone a las personas al frío, al hambre y a la violencia. También las condena a la invisibilidad social. Sin dirección fija, es difícil acceder a servicios de salud, educación o empleo. La intemperie perpetúa un círculo de exclusión: quien no tiene casa, difícilmente consigue trabajo; quien no tiene trabajo, difícilmente consigue casa. Además, la vida en la calle deteriora la salud física y mental, aumentando la vulnerabilidad.

Los gobiernos y organismos internacionales han ensayado múltiples respuestas. En algunos países europeos, como Finlandia, se ha implementado el modelo “Housing First”, que parte de una premisa simple: primero dar una vivienda estable, luego acompañar con servicios sociales. Los resultados han sido alentadores: la tasa de personas sin techo ha disminuido significativamente. Sin embargo, replicar este modelo en países con millones de afectados y sistemas sociales débiles es un desafío monumental.

La ONU, a través de su programa UN-Habitat, advierte que la crisis habitacional está estrechamente ligada al crecimiento urbano descontrolado. En ciudades africanas y asiáticas, el ritmo de urbanización supera la capacidad de los gobiernos para proveer viviendas dignas. La consecuencia es la proliferación de asentamientos informales, donde la precariedad se convierte en norma.

Más allá de las cifras y los programas, la falta de vivienda es una herida moral para la humanidad. ¿Cómo aceptar que millones de personas vivan en la calle? ¿Cómo tolerar que niños crezcan sin un espacio seguro donde dormir? La crisis de los sin techo nos interpela como sociedad. No se trata solo de un problema económico, sino de un dilema ético.

La crisis de los sin techo no debería admitir indiferencia. No es un problema lejano ni ajeno, es un fenómeno global que refleja las fracturas de nuestro sentido de la humanidad. Resolverlo exige políticas públicas audaces, cooperación internacional y, sobre todo, voluntad ética. Porque al final, tener un techo no debería ser un privilegio, sino un derecho básico.

El fenómeno homeless nos recuerda que la verdadera medida del progreso debería ser la capacidad de garantizar que nadie, absolutamente nadie, tenga que dormir bajo las estrellas por obligación.

Por Mauricio Jaime Goio.