Aunque la inteligencia artificial promete transformar radicalmente nuestra vida cotidiana, sus verdaderos límites no son tecnológicos, sino humanos. Este texto explora cómo nuestras dificultades para comunicarnos con la IA, la desconfianza ante sus errores y la falta de experiencia especializada se han convertido en los principales obstáculos para su adopción masiva.

La revolución de la inteligencia artificial (IA) avanza a un ritmo vertiginoso, impulsada por gigantescas inversiones y promesas de un futuro automatizado. Silicon Valley nos presenta un mundo donde las máquinas pueden escribir informes mientras dormimos, curar enfermedades o administrar empresas enteras. Sin embargo, tras esta visión utópica se esconde una realidad mucho más compleja. El verdadero obstáculo para la adopción masiva de la IA no es técnico, sino profundamente humano. Nuestras dudas, nuestros ritmos y la falta de experiencia para hacer útil esta tecnología conforman el auténtico “cuello de botella” de la era digital.

El primer límite surge en la interacción misma con la inteligencia artificial. Las empresas tecnológicas han popularizado el término “prompting” para referirse al arte de pedirle cosas a la IA, como si fuera una habilidad técnica que cualquiera puede dominar tras ver un par de tutoriales. Sin embargo, detrás de esa aparente simplicidad se esconde una dificultad mayor: el lenguaje humano no está diseñado para convertirse en un flujo constante de instrucciones precisas. Nos piden que produzcamos lenguaje —detallando, especificando, corrigiendo— de manera ininterrumpida, como si fuera tan natural como respirar. Pero la mayoría de las personas no vive ni piensa de esa manera. La IA puede estar siempre disponible, pero los humanos seguimos siendo animales intermitentes, con ritmos propios y limitaciones cognitivas.



Muchos usuarios se frustran al interactuar con asistentes virtuales como Siri o Alexa. A menudo, la dificultad no reside en la tecnología, sino en la capacidad del usuario para formular la pregunta adecuada. Un usuario puede pedir “pon música relajante”, pero si no especifica el género o la plataforma, el asistente puede no entender o ejecutar una acción inesperada. Esta brecha entre el diseño de la IA y la naturaleza del lenguaje humano es uno de los grandes desafíos actuales.

El segundo límite es la confianza. Aunque la tecnología avanza y los modelos mejoran su precisión, la confianza de los usuarios no crece al mismo ritmo. De hecho, muchas veces retrocede. Los errores de la IA, antes evidentes, ahora son verosímiles y difíciles de detectar, lo que genera sospecha y desconfianza. La cultura humana tiende a confiar en lo que puede prever y comprender, y desconfía de aquello que cambia constantemente, como las sucesivas versiones de los modelos de lenguaje. Confiamos en personas, no en actualizaciones de software.

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Como en el uso de IA en la banca digital. Si un sistema automatizado rechaza una transferencia por “motivos de seguridad” sin explicar el motivo concreto, el usuario puede perder la confianza en el sistema y preferir acudir a una sucursal física, donde puede hablar con una persona y obtener explicaciones directas.

El tercer límite es la experiencia. La IA exige usuarios capaces de formular problemas, interpretar resultados y navegar sesgos. Sin embargo, la mayoría de las personas vive en un mundo donde la inteligencia es práctica, generalista y encarnada en la experiencia cotidiana. Las empresas tecnológicas asumen que todos podemos convertirnos en expertos de la noche a la mañana, pero la realidad es que la experiencia es una construcción lenta, social y generacional.

En el ámbito educativo, por ejemplo, disponer de una herramienta de IA capaz de resolver problemas matemáticos complejos no garantiza que los estudiantes comprendan los conceptos subyacentes. Sin una formación adecuada, los usuarios pueden aceptar respuestas incorrectas o sesgadas sin cuestionarlas, lo que puede llevar a errores graves en la toma de decisiones.

La promesa de la IA es, en esencia, una promesa tecnológica. Pero sus límites son profundamente humanos. No existe infraestructura capaz de borrar nuestras dudas, ni chip que pueda reprogramar nuestros ritmos o nuestra desconfianza. Silicon Valley apuesta por la inteligencia artificial general como si fuera la única salida posible, pero incluso si la IA se convierte en una herramienta de uso masivo, el verdadero desafío será cómo convivirá esa inteligencia con nuestra torpeza, nuestros tiempos y nuestro instinto de desconfiar de lo que no comprendemos. Quizás el futuro esté a la vuelta de la esquina, pero para llegar hasta allí, antes tendremos que atravesar el cuello de botella más antiguo del mundo: la humanidad misma.

Por Mauricio Jaime Goio.